Christopher Blake. Los años del destierro
LA MANSIÓN EN LA COLINA (VI)
LA MANSIÓN EN LA COLINA (VI)
Dieciocho años antes de los acontecimientos de
Balada de los caídos...
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz)
son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles
caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una
combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
VI
[Lee el capítulo I] Al cruzar la puerta se encontró en un
enorme y abigarrado despacho cuyo mobiliario y decoración eran propios de otro
tiempo. De otros tiempos, habría que decir más bien, pues la heteróclita
estancia reunía objetos de toda clase y procedencia sin que pareciera reinar en
ella orden alguno.
Ocupaba el centro del despacho una mullida
alfombra sobre la que estaba una gran mesa de madera cubierta de fotos y
papeles, además de un hermoso reloj de arena; había también varias mesitas auxiliares
repletas de figuritas y recuerdos de otras épocas ‒tanto que
aquello parecía un muestrario de antigüedades‒, así como más relojes de mesa; adornaban
los muros, cubiertos de papel pintado de motivos florales, otros tantos relojes
de pared y un buen número de viejos retratos de diversas personas. Aparte de lo
anterior, había un par de estanterías con gruesos libros ‒Blake pudo ver
en los lomos, con su aguda mirada, que eran en su mayor parte álbumes de fotos,
actas parroquiales, y tomos de historia de varios municipios entre los cuales
estaba Embersville‒. Había que sumar a los anteriores retratos un par del hombre
y la mujer de la sala en que Blake acababa de estar, justo sobre el escritorio.
A un lado de éste se encontraba un podio de mármol cubierto por un paño de lino,
y sobre éste había un voluminoso libro abierto, y sobre éste a su vez una
calavera. La única apertura al exterior era un enorme ventanal que estaba prácticamente
tapiado por una estantería de cedro llena de baratijas, fotos, objetos
personales, relojes de bolsillo, libritos que parecían diarios, álbumes de
recortes de prensa, etc. Aquel lugar era un templo dedicado a los recuerdos, y
obviamente el refugio de alguien obsesionado por el paso del tiempo. Resultaba insano,
enfermizo, propio de quien no ha superado su pasado y quiere seguir viviendo artificialmente
en él; pero eso es imposible.
Sentado tras la gran mesa de madera, sobre
una no menos grande silla de roble acolchada de terciopelo rojo, se hallaba un
hombre pequeño y escuálido, de aspecto frágil; en ese momento bebía una copa de
vino, sin dignarse a mirar al recién llegado, con expresión de melancolía e
indiferencia. Si ése era Goldschmitt, la impresión de Blake fue de absoluta
sorpresa al verlo. Nadie podría haberle parecido una amenaza menor en ese
momento. De hecho, aquel hombrecillo ni siquiera parecía darse cuenta de que
estuviera allí. Blake se quedó muy sorprendido, detenido en el umbral, casi
dudando de si estaba en el lugar adecuado. Sólo entonces el hombre rodó los
ojos hacia él, mientras daba otro sorbo a la copa, y le dijo con voz débil,
como sin fuerzas:
‒No se quede ahí… Pase, siéntese. ¿Quiere una copa?
Sobre la mesa, entre todos los papeles y relojes
y marcos de fotos dorados y plateados, apenas quedaba espacio libre, pero sí lo
había para una botella de Caldwell Cavernet Sauvignon del 76, un vino de
California bastante caro, una añada muy difícil de encontrar. Lo primero que
Blake pensó fue: «sí, claro, voy a caer en otra de tus trampas…», de modo que
rechazó la oferta. Pero el hombre se sirvió otra copa y empezó a bebérsela con
parsimonia. La presencia de Blake, aparentemente, era para él irrelevante.
Blake lo miró fijamente. Era un hombre
menudo, ridículamente pequeño en su enorme asiento; daba la impresión de que
los pies no le llegarían al suelo. Estaba medio calvo, con mechones ralos de
pelo por aquí y por allá; iba perfectamente afeitado, y olía bien, a alguna
fragancia pasada de moda; de sus ojos colgaban grandes bolsas violáceas, y
tenía nariz y orejas bastante grandes. Su mirada era acuosa y estaba algo perdida,
como ahogada en la añoranza. Llevaba un traje gris, también pasado de moda, con
lazo al cuello; como el resto de la habitación, él mismo parecía muy de otra
época.
No era alguien que intimidara precisamente,
pero Blake no se fiaba en absoluto de su aspecto; estaba seguro de que allí
había alguna nueva ilusión, otra celada como las anteriores, y sospechaba de
cada cosa que captaban sus sentidos.
El hombre levantó los ojos de la copa, los
posó blandamente en los suyos y repitió:
‒Siéntese, por favor. Podríamos hablar antes de que ocurra lo
que tenga que ocurrir, ¿no le parece?
‒¿Y qué tiene que ocurrir?
‒Eso lo decidirá usted, supongo.
Blake fue a poner la mano sobre el respaldo
de una de las dos sillas que estaban de su lado de la mesa, pero ni se atrevió
a tocarla, así que se quedó con la mano en el aire. El hombre se dio cuenta del
gesto y sonrió levemente.
‒Adelante, puede sentarse. La silla no le va a hacer nada; el
vino tampoco, por cierto. Por lo menos, nada malo.
Blake decidió quedarse de pie. No iba a ceder
esa ventaja al hombrecillo sentado.
‒Usted es Goldschmitt, ¿no?
‒Soy Goldschmitt. Al menos es uno de los nombres por los que
he sido conocido… Y usted es Christopher Blake. Lo sé desde que entró en mi
ciudad, por supuesto.
‒Sí, he comprobado la estrecha relación que mantiene con los
mortales de allí abajo.
‒Lo que todavía no sé es por qué ha venido. Quizá podría
aclarármelo ahora, ya que estamos aquí, cara a cara. Lo envían de las familias
de la costa este, ¿verdad? Pertenece a alguna de las grandes casas, ¿o me
equivoco?
‒Se equivoca. No me envía nadie, ni pertenezco a ninguna de
las casas; voy por libre. Simplemente pasaba por esta ciudad, y no me hubiera
entretenido en ella ni un día si me hubieran dejado en paz. Si usted me hubiera
dejado en paz. Pero tenía que molestarme…
El alcalde asintió con la cabeza, evitando
la mirada de Blake, centrado en la copa de vino que hacía girar en la mano,
como quien reconoce un error.
‒Me temo que la falta de costumbre me llevó a ello. No es
habitual que ninguno de los nuestros venga por aquí, y reaccioné poniéndome a
la defensiva en cuanto noté su presencia.
‒Doy fe de que ha sido muy poco hospitalario, alcalde. Aunque he
de reconocer que me maravilla su percepción, para haberme sentido tan lejos; a
la inversa, yo no he podido captarlo hasta que no he estado muy cerca, apenas
al otro lado de esa puerta. Por no hablar de la capacidad de sugestión que
ejerce sobre una ciudad entera. Realmente me asombra. No sé qué tendría que
temer de mí alguien tan poderoso.
Goldschmitt levantó la mirada hacia él,
mirándolo sesgadamente.
‒Sí, bueno… No es un poder que ejerza en abstracto. Estoy muy
ligado a esta ciudad desde hace mucho, mucho tiempo; digamos que es casi como
una extensión de mí mismo. La ciudad estimula mis capacidades. Casi se podría
decir que somos uno…
‒Ya veo. ¿Y eso le da derecho a hacer lo que hace?
‒¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que hago?
‒Mantener a todo el mundo en la esclavitud. Sometidos psíquicamente
a usted.
‒Oh, pero yo no lo llamaría esclavitud… porque ¿qué sería la
libertad? ¿Dejar que otros influjos peores los controlaran, y que así ellos se
creyeran libres? ¿La televisión, la prensa, la publicidad, las absurdas y
cambiantes modas? ¿Los políticos mortales, con sus eternas mentiras? ¿Sus
líderes religiosos, con sus falsas promesas? Conmigo al mando no viven peor ni más
engañados, y al menos yo les doy un orden y un propósito realistas. Así están
mejor que con esa supuesta libertad. No hay tal cosa, realmente; sólo hay unos
determinantes u otros. Conmigo están mejor. Yo les traje la estabilidad y la
prosperidad. ¿Para qué más? ¿La libertad para qué? ¿Para perderlo todo debido a
su estupidez? Ése es un falso concepto de la libertad, creado por los que tienen
algo que ganar con su aplicación.
‒¿No deberían cometer sus propios errores?
‒No, ¿por qué? ¿Para autodestruirse, como hacen siempre los
mortales? ¿Qué ingenuidad es ésa? Ellos lo echan todo a perder… E insisto: no
serían sus propios errores. Siempre serían, más bien, los de otros que
los manipulan. ¿No es mejor que sea yo, que al menos me preocupo por ellos?
Quiero que vivan bien. Están a mi cargo, yo soy su alcalde.
‒¿Y lo es de forma legítima? ¿Acaso han tenido otra opción?
‒Ah, opciones, opciones… volvemos a lo mismo. El libre
albedrío sólo es una decisión cuya causa desconocemos. Por lo menos yo soy una
causa conocida. Y, en ese sentido, soy tan legítimo como cualquiera, si no más.
‒¿Y por qué tanta preocupación por ellos? ¿De dónde esa
implicación en su destino?
Goldschmitt hizo una pausa antes de
contestar, como si evocara algo.
‒Llevo mucho tiempo aquí, como le decía antes. Profundos
vínculos me unen a esta tierra y a sus gentes. Por eso no me interesa en
absoluto que ningún factor exógeno pueda alterar el equilibrio que tanto
trabajo me cuesta mantener; el delicado ecosistema humano que he creado. Por
eso me preocupé en cuanto apareció. Y, a propósito de eso, ¿por qué su
insistencia en permanecer aquí, si dice que sólo estaba de paso? Lo invité
amablemente a irse; lo hice acompañar a las afueras. ¿Por qué se quedó?
¿Simplemente por orgullo?
‒Por dignidad, más bien. No me gusta que me traten como a un
perro. Y hay normas que cumplir entre nosotros; normas de hospitalidad que
usted violó.
‒Sí, bueno, la hospitalidad… Pero eso depende de las
intenciones del visitante. Y creo que al final yo no estaba demasiado
equivocado acerca de las suyas. Aquí está, después de todo, pretendiendo
quitarme lo que es mío, ¿no?
‒¿Por qué cree que es suyo? ¿Sólo porque ha hecho todo lo que
ha querido durante quién sabe cuánto tiempo?
Por primera vez, el alcalde se alteró y
levantó la voz:
‒¡Porque es mío! ¡Yo he sufrido en esta ciudad más que nadie,
y eso me da todo el derecho sobre ella!
Blake había entrado en el despacho de
Goldschmitt ansioso de desquitarse de todo lo que le había hecho pasar desde
que llegó a la ciudad, y de lo que le hacía a sus gentes, como Meredith; pero,
sobre todo, estaba deseoso de vengarse de los tormentos que le había inflingido
desde que entró en la mansión. Y aunque la conversación transcurría de un modo
aparentemente civilizado, se había ido crispando más y más a medida que ésta
avanzaba. En ese preciso momento, cuando Goldschmitt dijo eso, él perdió los
estribos. Cerniéndose sobre el pequeño hombre tras la enorme mesa, su voz se convirtió
en un sonido como de ultratumba, y sus ojos se inyectaron de una neblina negra.
De hecho, la oscuridad creció a su alrededor, como una sombra que manara de él
en todas direcciones.
‒¿Es que crees que tu sufrimiento te da derecho a algo? ¿Tú
sabes lo que es el verdadero sufrimiento, hombrecito? ¿Te
han arrancado el corazón del pecho y lo han aplastado delante de ti? ‒exclamó con voz atronadora, a la vez que lo cogía por el
cuello de la chaqueta, lo arrancaba de su gran trono y lo atraía hacia sí,
arrastrándolo sobre la mesa y tirando una buena parte de los papeles y objetos
que estaban sobre ella. Blake no sabía exactamente lo que iba a hacer, pero lo
anegaba una rabia tremenda y una opción hubiera sido lanzarlo con todas sus
fuerzas contra la pared opuesta de la habitación, o aplastarle la cabeza contra
el pesado escritorio de madera. Sólo pensaba en hacerle daño, mucho daño.
Pero de repente se detuvo. Justo a su lado
estaba la mujer del retrato de fuera, la que parecía del siglo XVII, sólo que en
carne y hueso. Lo miraba con expresión de terror, como llorando y gritando a la
vez por estar agrediendo a Goldschmitt, aunque no emitía ningún sonido; pura
imagen silente, como una escena de cine mudo. Blake se quedó congelado, pues no
la había percibido hasta ese mismo momento; miró sus ojos aterrados, en los que
no advirtió amenaza alguna, y se giró hacia Goldschmitt, quien súbitamente
había cambiado, y ahora era el hombre del otro retrato de fuera, parejo al de
la mujer, y le devolvió una mirada de dolor y pena infinitas.
Al instante siguiente, ni una ni otro estaban
allí, y Goldschmitt volvía a tener su aspecto normal, si bien conservaba esa
expresión doliente en el rostro, que incitaba a sentir compasión por él. Eso detuvo
el acceso de cólera de Blake, aunque éste siguió sujetando al alcalde con
fuerza y desconfiando de él; allí dentro todo eran ilusiones y engaños. De ese
hombre sólo podía esperar intenciones ocultas. No obstante, era innegable que
estaba muy asustado, y dijo con voz entrecortada:
‒Hágalo rápido, por favor.
Asomaban lágrimas a sus ojos. Blake lo
soltó y retrocedió dos pasos, sin dejar de mirarlo y de controlar el entorno,
temiéndose una nueva treta de aquel hombre maquiavélico. El alcalde permaneció
unos pocos segundos donde lo había dejado, tirado sobre el escritorio. A
continuación, se recompuso y volvió a sentarse en su gran silla forrada de
terciopelo. La copa y la botella se habían caído, derramando vino sobre mesa y
papeles, pero quedaba algo de tinto dentro de la botella horizontal, y el
hombrecito, nervioso, se lo bebió directamente a morro. Blake se reconoció a sí
mismo en tan patético gesto de alcohólico.
‒Creo que lo ha descrito a la perfección. Sí, me han arrancado
el corazón del pecho y lo han aplastado delante de mí ‒dijo Goldschmitt
al fin, todavía temblando‒. No soy el único que ha sufrido, eso ya lo sé; pero mi
sufrimiento no vale menos que el de otros.
‒Pero haber sufrido no da derecho a nada ‒replicó Blake.
Goldschmitt no dijo más; se limitó a
quedarse con la mirada perdida en los retratos que colgaban de la pared.
‒¿Cómo es que ya no tiene el poder que ha demostrado antes? ‒preguntó Blake,
rompiendo el silencio‒. ¿Y su capacidad de sugestión, de crear imágenes? ¿Ya no la
emplea conmigo, como ha hecho ahí fuera? ¿Y cómo es que no aparecen sus
hombres? No lo entiendo…
El alcalde, con los ojos vidriosos, se
encogió de hombros.
‒¿Para qué? ¿Qué puede importar ya? Es obvio que esto ha
tocado a su fin; sería inútil, y hasta absurdo, prolongarlo inútilmente. De
todos modos, la efectividad de mis habilidades depende de estar siempre metido
aquí dentro; para eso construí estas estancias durante generaciones, antes de
regresar a la vida pública de la ciudad como el empresario Goldschmitt; he
vivido permanentemente aquí, con muchos otros nombres… Este despacho, aquí en
lo alto de la mansión, en lo alto de la colina, es una cámara de resonancia
psíquica: puedo proyectar y amplificar mis capacidades de sugestión y de control
mental a gran distancia, y afectan a la mayoría de las personas. Pero en este
despacho no disfruto de ese efecto amplificador; y menos aún con otro caído…
Una vez superadas las ilusiones del exterior, ya no tengo defensas. Y como
puede ver, físicamente no supongo un
rival para usted.
Blake asintió en silencio y, aunque seguía
sin fiarse en absoluto de él, la ira que había sentido anteriormente, con la
que había entrado allí, remitió rápidamente.
‒¿Qué lo vincula a Embersville desde hace tanto tiempo? ‒le preguntó. Y el alcalde,
tras un instante dubitativo, como pensando por dónde empezar, le contó su
historia. Parecía estar deseando contársela a alguien. A alguien que pudiera
entenderla. Y Blake era el adecuado.
El alcalde Goldschmitt, hasta donde llegaba
su memoria de varias vidas, siempre había vivido en esa tierra; tenía recuerdos
que se remontaban hasta 1682, época en que aquello todavía era la colonia
británica de Virginia, una parte dominada por los puritanos aún leales a la
Corona ‒eso fue antes de la Guerra de la Independencia y de la posterior
separación de Kentucky‒. En aquel entonces él era Jeffrey Wagensberg, un pequeño
propietario de tierras que dedicaba al tabaco; un hombre de profundas
convicciones religiosas, aparentemente, pero que en secreto había pasado ya por
el Despertar como ángel caído, guiado por un sacerdote llegado de Manchester
que, cómo no, era en realidad otro caído en busca de neófitos en las colinas
americanas. El padre Norwood, que así se llamaba, después siguió su camino
hacia el oeste, acompañando a los colonizadores de aquellas tierras pobladas
por nativos; y él se quedó dominando, con sus nacientes habilidades, el
primitivo enclave de Coppertown, que junto con otro par de poblados terminaría
formando Embersville cosa de medio siglo después. Norwood, que lo guio en la
Senda Maldita, pertenecía a la familia de los Herederos de la Palabra, la cual
tenía buen encaje en aquella cultura colonial puritana, pues preconizaban un
modo de vida basado en la austeridad y la ritualidad; esta última siempre
basada en la comunidad religiosa dominante donde se encontraran, aunque sus
ceremonias y oraciones secretas, sólo para los miebros del clan, estuvieran
dedicadas a su Deus occultus ‒y, por tanto, a la total libertad de los mismos para imponer a
los mortales entre los que se escondían la obediencia y la veneración hacia
ellos‒. Los Herederos cultivaban especialmente, como su nombre indicaba, las
artes de la palabra, de la retórica y la persuasión con las que someter la
voluntad humana; así como técnicas hipnóticas y la capacidad de generar grandes
ilusiones colectivas. Así es como Wagensberg llegó a convertirse en un hábil Pastor:
el Gremio, dentro de los caídos, que se encarga de dirigir a los mortales hacia
sus propios intereses; él fue siempre, de hecho, una figura muy relevante y
respetada de la comunidad, ignorante de su verdadera condición sobrenatural.
En su siguiente vida, y aquí es donde la
historia de Goldschmitt se tornaba oscura, se reencarnó en Julius Steinberg, un
impresor independiente que sacaba adelante un pequeño diario local, la Hoja
de Wakefield ‒pues vivía en ese municipio próximo, otro de los que se
unirían para formar Embersville‒. A través de dicha publicación, habiendo experimentado ya en
esta encarnación el Despertar (guiado ahora por uno de sus Hermanos de la comunidad),
ejercía su poder sugestivo sobre los puritanos del condado, siempre en favor de
los Herederos de la Palabra. Fue entonces cuando conoció, en las fiestas del
pueblo, a Linda McEwan, una joven recién llegada con su familia desde Baltimore,
en busca de tierras en las que ser libres y vivir de su propio trabajo. Ellos
dos, Linda y Julius, eran las personas de los retratos de afuera, entre quienes
un amor abrasador surgió en el acto. De repente, Goldschmitt se mostró
sorprendentemente parco en palabras, como queriendo pasar muy rápido por encima
de este episodio tan doloroso que marcó todas sus vidas posteriores, todos sus
recuerdos hasta hoy; y, sin embargo, era obviamente el centro de su relato. Lo
más importante era justo lo que se resistía a abordar. Pero fue suficiente con
lo que contó: Blake tampoco necesitaba detalles morbosos, y se podía hacer una buena
idea de la historia, que era como todas las historias trágicas. El relato de un
amor imposible; de una prohibición familiar y la condena de esa relación; un
odio con motivos religiosos, y no sólo religiosos, de por medio; una terrible crónica
sobre la honra familiar, el pecado y la vergüenza, que terminaba con la joven
Linda muerta a manos de sus propios hermanos, y con el suicidio de Steinberg
tras una espantosa venganza que conmocionó a todo el condado.
A partir de ahí, el relato se volvía cada
vez más turbio y confuso, pues Goldschmitt quería decir sin decir, confesarse
sin terminar de aclarar nada, así que sus palabras se atropellaban y tornaban
ambiguas; pero Blake entendió que en sucesivas reencarnaciones había vuelto a
nacer una y otra vez en el valle, y enseguida se producía su Despertar ‒los Herederos
de la Palabra, por lo visto, tenían facilidad para ello‒, y desde ese
momento sabía emplear hábilmente sus recuerdos de vidas anteriores ‒que incluían muchos
secretos sobre las familias más importantes del condado‒ para medrar en
los negocios y ascender en el escalafón social; pero su única preocupación
real, a la que destinaba todo el poder y los recursos que iba acumulando, era dar
con una reencarnación de su amada Linda, para así reunirse con ella tras la
muerte de ambos. Pero eso era imposible, pues ella fue una mortal, y los
mortales no regresan, o, si lo hacen, las probabilidades de encontrarlos en
otra vida son exiguas. Y de este modo Goldschmitt, a lo largo de varias vidas,
con distintos nombres y aspectos y profesiones ‒pero siempre un próspero terrateniente o
industrial o financiero, con amplia influencia en la política de la región, en
la cual finalmente fue el último Heredero que quedó‒, se fue
ensimismando cada vez más en los recuerdos acumulados de diversas encarnaciones…
y fue construyendo, a lo largo de ellas ‒dejándosela en herencia a quien aportara ciertos documentos
que, por supuesto, sólo él sabría dónde estaban; o simplemente comprándola en
su nueva identidad‒, la mansión en la colina, aquella fortaleza que realmente
era un mausoleo, un monumento en memoria de la pareja que fueron Linda y
Julius, y también de todos aquellos hombres y mujeres, familiares y amigos y
esposos, esposas e hijos, que Goldschmitt había ido acumulando en sucesivas
existencias, siempre anclado al pasado, perdido entre recuerdos y melancolía. De
ahí todos los cuadros y fotos que llenaban la casa, reflejando la obsesión de
su propietario por el paso del tiempo y por lo irreversible de toda pérdida.
En esta última vida ‒la que estaba a
punto de perder, según le dijo a Blake‒, como Samuel Goldschmitt, era un rico industrial que ejercía
su poder sobre la población de Embersville a través de las minas, de las
que era propietario, además del control de otras empresas y servicios
esenciales. Él daba casi todo el empleo al condado, y de esa manera compraba la
voluntad de sus habitantes. Por eso no le resultó difícil llegar a convertirse
en alcalde de la ciudad en la que había vivido desde su fundación, por no
hablar de los asentamientos anteriores. Y en esta vida, una vez más, se había
dedicado a buscar una reencarnación de Linda ‒infructuosamente,
cómo no‒, mientras se iba
encerrando en su torre de marfil, sobre la colina que dominaba la ciudad,
atrapado en sus propios recuerdos y en la autocompasión, intentando recrear una
vida de varios siglos atrás debido a su dolor insuperado.
Su autoridad dependía de una red
de siervos mortales fuertemente condicionados ‒entre ellos el sheriff y el juez‒ y del reparto de muchas recompensas y prebendas; pero,
por si su poder político y económico no fuera suficiente, ejercía sobre la
mayoría de la población de Embersville su fuerte influjo mental, amplificado
gracias a la mansión que había construido y mejorado durante siglos de
experiencia atesorada ‒aun así, siempre había
algunos inmunes a ese influjo, y por eso tenía que poner a los demás contra
ellos y marginarlos; Blake se acordó con pesar de Meredith‒. El hacerlo tenía, además,
un doble propósito: pues a su vez alimentaba la mansión, su enorme máquina de recrear
el pasado, con la energía psíquica que drenaba de toda la ciudad, a cuyos
habitantes dejaba “secos”, sin iniciativa ni entusiasmo alguno, tan
desapasionados e inermes como Blake los había visto, más allá de la mera obediencia
al alcalde. Éste, en suma, estaba tan atrapado allí, en sus recuerdos,
intentando revivir una vida perdida, como lo estaban los residentes en
Embersville; nadie allí era libre, realmente. Y todo para mantener un vano mundo
de ilusiones, que era lo único que los enormes esfuerzos de Goldschmitt le
permitían crear: simulacros y ecos de algo ya muerto y desaparecido mucho tiempo
atrás. Por eso no podía enfrentarse a él, le confesó a Blake: no tenía con qué.
Era un hombre débil ‒para ser un caído, al menos‒ detrás de la máscara del poder, pero éste es tan sólido
como lo crean los que están sometidos a él; y Blake había roto esa apariencia,
había acabado con el embrujo. Goldschmitt tampoco hubiera podido matarlo en las
duras pruebas que le hizo pasar en su ascenso por la mansión; tan sólo podía retenerlo
para ganar más tiempo. El tiempo que ya se le había agotado en esta vida. Lo
sabía, y casi prefería que así fuera. Era mejor terminar de una vez.
Blake había escuchado la
narración del alcalde en silencio, inmutable por fuera, aunque agitado en su
interior. Su ira había ido remitiendo, y si bien estaba muy receloso al
principio, cuando Goldschmitt terminó de hablar, y tras el largo silencio
subsiguiente, Blake se halló a sí mismo, para su sorpresa, apiadándose de él. Pese
a todas las penalidades que le había hecho pasar, y la tiranía que llevaba tantos
años ejerciendo sobre otros, aquel pequeño hombre, débil y asustado, le recordó
su propio dolor por la muerte de su amada; y le ayudó a darse cuenta de su
patetismo, porque él tampoco lo había superado y sabía que estaba muy, muy
lejos de hacerlo, y que entretanto dañaría a otros por ello, conscientemente o
no.
Y finalmente Blake le dijo, en
voz muy baja y casi evitando mirarlo, que no lo iba a matar, pero que debía
abandonarlo todo en ese mismo instante y marcharse de Embersville, tras liberar
a sus habitantes del letargo en que los mantenía. Ellos merecían vivir sus
propias vidas; ellos también sufrían y perdían a sus seres queridos, y una pena
no podía estar puesta al servicio de otra. Así que, para sorpresa del propio
Goldschmitt, que se mostró algo decepcionado ‒pues él mismo quería acabar ya con
todo, pero tampoco tenía el valor para hacerlo por sí solo‒, Blake terminó liberándolo también a él, que en su
sufrimiento llevaba su condena; su
doble condena, por un lado, como caído que era, y por otro, debido a su
irreparable pérdida personal, que lo sería para toda la eternidad. Una
eternidad buscando a alguien a quien sabía que no podría encontrar. De modo que
Blake le hizo un gran bien, tal vez, al expulsarlo de aquella maldita mansión
en la colina, obligándolo así a alejarse del pasado que se alimentaba de
él como si de un parásito se tratase.
Fin de la historia
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Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras
veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores
de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con
el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a
punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido,
Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la
desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus
enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal
relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo
aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la
destrucción se desatarán a su alrededor.
Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos
que combina el género noir, la fantasía gótica y el
terror de forma trepidante.
BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (digital): 9781370866335
Papel (15,90 €)
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Es estremecedora la primera vez que uno llega a Hellstown y contempla la vertical silueta de la ciudad, desdibujada por la niebla de la bahía y la contaminación. Un horizonte [...]
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Hellstown es una metrópolis que domina la Gran Bahía del este de Norteamérica. Es una de las ciudades más importantes del mundo, con una población de unos ocho millones [...]
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DEL MISMO AUTOR
Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 28/6/2024)
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