Christopher Blake. Los años del destierro
LA MANSIÓN EN LA COLINA (IV)
LA MANSIÓN EN LA COLINA (IV)
Esta historia transcurre dieciocho años antes de los acontecimientos de
Balada de los caídos
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz)
son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles
caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una
combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
IV
[Lee el capítulo I] Blake estaba decidido a atajar la situación
cuanto antes, sin dar al alcalde ocasión para organizarse; todo el mundo iba a
salir en su busca, así que tenía que ir directamente hasta el origen del
problema para acabar con él, en lugar de seguir dando palos de ciego. Así que
se dirigió directamente a la mansión en la colina, donde residía el dueño y
señor de la ciudad. No podía, ni quería, enfrentarse a toda la población de Embersville;
si quería liberarla, tendría que detener el influjo que aquel caído ‒sin duda lo era‒ ejercía sobre
ella. Antes de que acabara el día, uno de los dos ya no estaría en la localidad,
significase eso lo que significase.
La mansión del alcalde y rico empresario,
naturalmente, sería todo un fortín; Blake era consciente de ello. Estaría
perfectamente defendida, tanto por medidas físicas como arcanas, así que
debería ser extremadamente cauteloso. Pero se las arreglaría para llegar hasta
él.
La colina estaba a las afueras de la
ciudad, hacia el este, en dirección opuesta a los lagos de los que procedía el
fuerte viento que azotaba la llanura por la que se dispersaban las minas. Se la
podía ver desde casi toda la ciudad, puesto que los edificios no pasaban, en su
mayor parte, de las tres o cuatro alturas. Allí, entre el denso boscaje que la
cubría, se encontraba la residencia del enigmático personaje del que Meredith
le había hablado. El castillo desde el que observaba y controlaba su feudo, sin
que los mortales pudieran imaginar siquiera de quién eran siervos. Y hacia ella
se encaminó Blake en cuanto escapó del calabozo de la comisaría. Tardarían muy
poco en darse cuenta y salir todos en su persecución, así que no perdió el
tiempo, aunque procuró ser discreto. Era de día, así que le costaría moverse
por las calles sin ser detectado, pero no podía demorarse escondiéndose hasta
la caída de la noche. El factor sorpresa era vital en ese momento, y tenía que
aprovecharlo; Goldschmitt no se podía figurar que iría directamente a por él ‒lo cual era un
plan ciertamente descabellado‒, sino que creería, con toda probabilidad, que quería escapar
de la ciudad. Ésa era la baza con la que contaba Blake, la que tenía que
aprovechar. Iría en dirección opuesta a sus perseguidores.
Al escapar de la comisaría, se escabulló por
el callejón más cercano a su parte posterior, y avanzó cuidadosamente por
varias calles secundarias, buscando siempre las que estuvieran más vacías. De
unos cubos de basura, que vio en las traseras de unas casas, tomó una pequeña
manta de coche raída y deshilachada con la que se cubrió cabeza y torso. De esa
guisa, y andando algo encorvado y como dubitativo, sin detenerse nunca pero sin
apresurarse demasiado, para no llamar la atención, fingió que era un mendigo, y
así pudo recorrer gran parte de la distancia sin ser reconocido. Tuvo suerte y
llegó, al cabo de una hora andando en la que no levantó ninguna sospecha entre
la gente con la que se cruzaba ‒y con la ayuda de algunos embrujos que iba murmurando y que
obnubilaron sus mentes, haciéndolo casi invisible‒, hasta los últimos edificios. Más allá de
ellos, sólo había un parque gris y marchito, con columpios que ningún niño
usaba ya; y, a partir de ahí, la calle como tal terminaba para dejar paso a un
camino asfaltado que subía serpenteando por las faldas de la colina,
perdiéndose entre los árboles. Se veían las primeras casas en la misma, buenas construcciones
individuales donde debían de vivir los adinerados de la ciudad. Pero la mansión
del alcalde estaría en lo alto de esa colina, y llegar no sería tan fácil.
En efecto, al cabo de unos minutos de seguir
ese camino, en los cuales solamente un coche de alta gama bajó la cuesta, Blake
se dio cuenta de que subía hasta cierta altura para luego rodear la colina y
volver a descender por el lado opuesto, por donde regresaría a la ciudad
circunvalando su base o saldría a la carretera estatal. Antes de eso, en el
punto más elevado de su trazado, un desvío se internaba en el denso bosque y
terminaba en una verja muy alta, controlada por cámaras, en la que un cartel
rezaba: “Propiedad privada. No traspasar”. Blake pudo leerlo desde muy lejos,
oculto tras un árbol, sin acercarse lo suficiente como para ser cogido por las
cámaras. A ambos lados de la verja de hierro, una valla metálica electrificada,
con señales de peligro, rodeaba el perímetro de la colina; toda la parte
superior de ésta era propiedad de Goldschmitt, por lo que se veía. Llegar hasta
la mansión, en efecto, se complicaba.
Sin embargo, todo problema tiene una
solución para el que busca atentamente. El vallado estaba suficientemente
alejado de los árboles más próximos como para subirse a éstos y saltarlo; pero
en un punto del perímetro donde había una ligera elevación de tierra, Blake
aprovechó ésta para saltarlo limpiamente. Toda una proeza atlética, teniendo en
cuenta la carga que le suponía la piedra de Orn que llevaba al cuello. Y no es
que la electricidad de la valla le hubiera causado un gran daño, pero no le
apetecía llevarse una descarga gratuitamente.
A partir de ese punto, la pendiente se hizo
mayor y le costó mucho avanzar; a menudo tuvo que agarrarse a los troncos de
los árboles o a la maleza. Enseguida detectó las primeras patrullas: hombres sin
uniforme, armados con rifles y escopetas, desperdigados en grupos de dos o tres
por aquí y por allá. No parecían estar alerta ni buscar a nadie, sino que Blake
los escuchaba charlar a lo lejos, con su agudo oído; estaban aparentemente
distendidos. No esperaban una incursión en la propiedad, sin duda. Algunos grupos
estaban estáticos, controlando una posición, y otros recorrían la parte
superior, donde la pendiente se nivelaba y la vegetación se hacía menos densa.
Blake siguió ascendiendo, evitando cruzarse con ellos. Que hablaran tan alto fue
todo un detalle por su parte, de cara a eludirlos.
Mucho peor que esos insignificantes
mortales, lo que le supuso una tremenda dificultad en el ascenso fue, cómo no, la
piedra de Orn, la cual le drenaba una parte considerable de su poder y además pesaba
muchísimo, manteniéndolo siempre lastrado; y la condenada parecía pesar más y
más a cada momento. En cierto momento del ascenso, que para él tendría que
haber sido un juego de niños ‒incluso teniendo en cuenta que era de día, por lo que respectaba
a burlar a las patrullas‒, pensó que no podría llegar hasta arriba. Se encontraba
completamente extenuado, sin resuello, con el corazón latiéndole muy deprisa;
la fatiga era insuperable. Se sentía como Sísifo haciendo rodar su enorme roca
cuesta arriba, una y otra vez, por toda la eternidad. De hecho, eso le estaba
pareciendo que duraba el ascenso: una eternidad. Para cuando se dio cuenta, ya estaba
anocheciendo, y eso no le cuadraba. Sin embargo, miró su reloj y,
efectivamente, habían pasado varias horas desde que saltó la valla y empezó a trepar
colina arriba. Él pensaba que llevaría un buen rato haciéndolo, pero en modo
alguno tanto tiempo. No entendía lo que ocurría, pero empezó a pensar que aquel
promontorio boscoso era un espacio que había sido trabajado por el
alcalde, alterando sus características espacio-temporales como una medida
defensiva adicional. Un lugar de arquitectura dimensional alterada muy atípico,
pues los caídos hacen frecuentemente semejantes intervenciones en espacios
artificiales como edificios, túneles, puertas, etc., pero muy poco en la propia
naturaleza. Una vez más, Goldschmitt lo sorprendía; demostraba unas capacidades
extraordinarias. Eso, claro está, si es que era una sola persona, y no varias ‒una de las
cuales daba la cara frente a la ciudadanía de Embersville: un Pastor, con toda
seguridad‒ trabajando juntas. Esa sospecha empezó a dominar la mente de Blake, que
ya se preguntaba si había hecho bien en tomar esa iniciativa contra un enemigo
cuyas fuerzas no había calculado bien, y que perfectamente podría aplastarlo.
Pero como todo ‒y lo primero su propia vida‒ le daba igual, y sólo hacía aquello por
curiosidad y porque consideraba que tenía que librar a aquella ciudad de esa
opresión, siguió adelante. Si encontraba su final allí arriba, por lo menos su
tormento se acabaría también.
Tan exhausto estaba que decidió parar a
descansar un rato en una pequeña hondonada protegida de la vista desde la parte
superior por un tronco caído. En ese pequeño hueco en la tierra cálida, lleno
de esponjosas plantas, podría hacer tiempo hasta que se hiciera completamente
de noche. Entonces, repuestas sus fuerzas, culminaría su ascenso, tras esperar
a que se abriera una ventana entre las patrullas armadas, y llegaría hasta la
mansión amparándose en las sombras; de no haberlas, él mismo las produciría. Y,
como pudo comprobar, ese tiempo pasó muy lentamente: lo que fueron cosa de treinta
minutos por su reloj, le parecieron unas dos interminables horas hasta que se
hizo noche cerrada. Ya podía salir. La luna en cuarto creciente y las estrellas
no arrojaban suficiente luz como para delatar sus sigilosos movimientos y, en
cambio, los mortales de arriba resultaban para él extremadamente ruidosos, con
sus constantes conversaciones y chistes, además de que revelaban su posición con
las linternas que llevaban. Así que colarse entre dos patrullas, subiendo a la
carrera el último tramo que le quedaba ‒no sin un último gran esfuerzo‒, no le presentó grandes problemas.
Al fin estaba arriba, en la planicie que
ocupaba el centro de la colina. Y entonces vio, con cierta decepción, la
supuesta mansión. Era una casa grande, más bien; llamarla mansión le pareció
muy exagerado. Una casona vieja de estilo victoriano, típica de la época de
esplendor del interior del país, pero ya muy venida a menos y, además, con
algunos deterioros manifiestos. Era obvio que le faltaba algo de mantenimiento,
cosa que le llamó la atención a Blake, puesto que, por lo que sabía, el alcalde
era un hombre muy adinerado. Aquella vivienda no parecía a la altura de alguien
de su condición. Estaba situada en mitad de una pequeña extensión ajardinada
hasta la que llegaba el camino asfaltado que viera colina abajo, el cual
formaba una rotonda frente a la construcción. Allí estaban aparcados, en ese
momento, un par de coches muy normales, de tipo pick up, probablemente
de los hombres que formaban las guardias. A un lado de la casa había una garaje
que seguramente contendría otros mejores. Y al otro estaba una pequeña casa que
parecía una antigua vivienda del servicio doméstico, tras la cual había una
caseta que probablemente contendría útiles de mantenimiento y jardinería. Blake,
agazapado tras los últimos árboles antes de llegar al claro ‒donde contaba
además con la cobertura de unos setos del jardín‒, vio tras unos minutos, en que se hizo una
composición del lugar y del patrón de movimientos de los hombres, que la casa
pequeña debía de ser hoy en día el puesto de guardia para el control de la
colina; de ella entraban y salían cada cierto tiempo algunos de esos hombres,
con aspecto bastante despreocupado. Evidentemente, nadie esperaba una incursión
en la propiedad. Aunque vio algo que era una mala noticia para él: por delante
de la casa pasó un grupo de tres hombres con perros de presa. Blake podía
ocultarse fácilmente de los humanos, cuya percepción era fácil de engañar; pero
le costaría mucho burlar los sentidos de los perros. De modo que tendría que
ser más cuidadoso si quería conservar el factor sorpresa.
En la supuesta mansión brillaban algunas
luces: ventanas en la planta baja ‒a la que se podía entrar por una puerta principal en el
porche o por otra lateral, en ambos casos subiendo unos escalones de madera‒ y algunas en
la superior, con el clásico tejado a dos aguas. Entremedias, había otra planta
en la que todas las luces estaban apagadas. Aguzando la vista, Blake distinguió
sombras pasando por algunas ventanas de la planta baja. Debían de ser más
hombres, vigilando la residencia. En la planta de arriba, en cambio, no llegó a
advertir ningún movimiento. Pero ahí es donde debía de estar Goldschmitt, si es
que estaba en la casa; hasta allí tendría que llegar, y, a ser posible,
manteniendo el sigilo. De lo contrario, todo se complicaría demasiado.
La patrulla que llevaba los perros venía en
su dirección, y empezó a preocuparse. ¿Lo habrían detectado ya? De ser el caso,
tendría que cambiar sus planes por completo. Afortunadamente, no fue así:
cuando estaban a una docena de metros de su posición tras los setos, giraron
siguiendo el camino de gravilla que rodeaba la zona ajardinada, y empezaron a
alejarse de él. Hubo un momento en que los perros se mostraron inquietos y
tiraron de sus correas, como si hubieran captado algo fuera de lo común, pero
enseguida se calmaron y los hombres que los sujetaban, que por un momento
dudaron, retomaron sin más su camino. Esa vez había tenido suerte, pero los
perros no tardarían en detectarlo por más que él aquietara su presencia, así
que tenía que darse prisa. Y, en cuanto esa patrulla se hubo alejado lo
suficiente, salió de su escondite y echó a correr hacia la entrada posterior,
sin perder de vista el puesto de guardia y a quien pudiera salir de él, pues se
encontrarían prácticamente cara a cara. Y entonces tendría que decidir cómo
se ocuparía de ellos.
Sólo había recorrido unos metros, todo lo
deprisa que podía correr, cuando todo se transformó de forma espectacular. Fue
justo en el momento en que cruzó la invisible línea que trazaba la rotonda
frente a la casa, cerca de los coches. De repente, pudo ver lo que había allí
en realidad, lo que ninguno de aquellos mortales era capaz de percibir, pero sí
él, dada su naturaleza sobrenatural; y entonces supo que lo de llamar “mansión”
a aquella vieja casa desvencijada no era tan exagerado, ni mucho menos, aunque
ninguno de los que usaba esa palabra llegara a entenderlo. Tal vez el propio
alcalde la llamaba así, y los demás habían tomado la expresión en sentido
irónico y así la empleaban, como una especie de chiste; no obstante, era muy
literal. Pero lo verdaderamente extraño para Blake fue que no hubiera podido
verla hasta cruzar ese umbral invisible, que estuviera oculta de esa forma: oculta
ante los sentidos de cualquier otro caído. Era un ejemplo realmente formidable
de arquitectura arcana.
Frente a sí tenía una formidable mansión
neogótica, a la que se accedía subiendo unas grandes escaleras de piedra
musgosa vigiladas por estatuas que representaban ángeles en diversas posturas y
actividades. La entrada principal tenía un amplio pórtico con sólidas columnas tras
las que se encontraban unas grandes puertas de madera claveteada; la entrada secundaria,
por donde él iba a entrar, era una puerta ojival de la misma madera, aunque más
pequeña. De todo esto los sirvientes mortales del alcalde no tendrían ni idea,
por supuesto: ellos veían la casona victoriana, subían los crujientes escalones
de madera y entraban por sendas puertas de lo más corrientes, sin comprender la
verdadera naturaleza del lugar. En cuanto al interior, tampoco advertirían su
auténtica realidad, sino una versión aparente, una ilusión hecha para ellos,
que sólo sería una pequeña parte de la totalidad del lugar, seguramente mucho
mayor. De hecho, la mansión era por lo menos el doble de alta de lo que había
visto antes, hecha en piedra gris azulada en vez de madera, con grandes
torreones laterales y rematada en estilizados chapiteles con techumbres de
pizarra. Un edificio hermoso y espectacular, que ahora Blake veía resplandecer
en la noche con ese brillo hipnótico del aura que tiene todo, ya sea animado o
inanimado, en el Otro Lado, la versión paralela de la realidad, a medio camino
entre este mundo y el Abismo, que sólo los caídos pueden contemplar; una
versión distorsionada de este plano de lo real que, además, ellos pueden
moldear para crear increíbles estructuras espaciotemporales que violan las
leyes de la física del mundo material. Aquélla era una demostración no demasiado
espectacular, pero sí muy inesperada para Blake.
Ésa no fue la única sorpresa. En el mismo
momento en que pudo ver la auténtica mansión de la colina, y sólo entonces, también
pudo sentir la presencia de Goldschmitt. Una única presencia de un caído, y no
varias, como había llegado a temer; pero una bastante intensa, eso sí. No le
hacía falta captarla ‒una sensación en su piel, como de una suave brisa que le
llegaba de un punto muy determinado, en la planta superior de la mansión‒, de hecho,
para saber que se trataba de un caído muy poderoso: precisamente porque había
sido capaz de ocultar su existencia hasta entonces, y ello a la vez que
controlaba la voluntad de una pequeña ciudad entera. Se trataba, sin duda, de
un magnífico oponente. Quizá Blake había encontrado al fin a quien acabaría con
él, en aquella pequeña ciudad del interior del país. Pero, si ése era su
destino, que así se cumpliera. No iba a eludirlo; tampoco tenía motivos para
hacerlo. No lo esperaba una vida mejor en ninguna otra parte.
Siguió corriendo todo lo rápido que pudo
hasta la puerta ojival lateral; en cuestión de pocos segundos, como una sombra
deslizándose en la noche sin ser vista por ningún mortal, llegó hasta ella y
entró sin hacer ruido. Afortunadamente, estaba abierta: los hombres entraban y salían
del edificio ‒por lo menos de la planta baja‒ con cierta regularidad, en el transcurso
de sus rondas; sin duda, no pensaban que nadie fuera a colarse allí y no había
motivos para cerrar con llave. Ahora bien, lo malo de poder sentir al fin a su
rival, pensaba Blake, era que él también habría delatado su posición al
atravesar ese umbral, si es que el alcalde no sabía ya que estaba allí. Aunque
esto último no parecía ser el caso, pues entonces le habría echado a sus
hombres encima. En cualquier caso, éstos serían alertados inmediatamente ‒habían pasado
pocos segundos aún desde que cruzara la barrera de la ilusión‒, así que tenía
que darse mucha prisa en llegar hasta él.
Una vez en el interior, la percepción de
Blake se desdobló entre el espacio normal que captaban los mortales y la
elaboración tecnomágica del mismo realizada por Goldschmitt, si es que era obra
suya. Era un trabajo muy bueno, aunque Blake había visto cosas mucho más
impresionantes. Poder desdoblar su percepción de esa manera era una capacidad única
de los caídos, que los mortales no hubieran podido imaginar siquiera sin
enloquecer; de hecho, a los propios caídos les costaba mucho hacerlo cuando
despertaban a su condición sobrenatural, cosa que normalmente ocurría en la
adolescencia.
Lo que cualquiera de los hombres del
alcalde vería allí era un pequeño recibidor posterior de paredes cubiertas de
papel pintado y suelo de entarimado de madera, con un mueble viejo, un retrato
en la pared de un antiguo señor de aspecto importante ‒¿el propio
Goldschmitt, quizá, en una vida anterior?‒, y un reloj de péndulo cuyo rítmico tic-tac sonaba muy
agradable. Una puerta daba a la cocina de la casa, y la otra a un breve pasillo
alfombrado, con imágenes de caza en las paredes, que a su vez desembocaba en un
gran salón central, con mobiliario rústico pero de muy buena calidad, y aspecto
cálido y confortable. Rodeando una larga mesa baja cubierta de periódicos y
revistas había un sofá y varios sillones de piel, todo ello sobre una gran
alfombra de aspecto indio o persa. En una de las paredes estaban un enorme
televisor de plasma, unos muebles con figurillas decorativas y un nutrido
mueble bar; en otra pared había una amplia chimenea encendida, sobre cuya
repisa descansaban varios marcos con fotos de aspecto viejo, la mayoría en
blanco o negro o en sepia, en las que se veía a varias personas diferentes,
hombres y mujeres; en otra pared había una puerta de doble hoja, cerrada, que
en ese tipo de casas solía conducir a un comedor, y que ‒por la
disposición de la vivienda‒ debía de tener acceso directo desde la cocina que había
pasado antes; al lado de esa puerta estaba otra, de elegante cristal
esmerilado, que conectaba con la entrada principal de la casa; por último, en la
pared restante estaba la gran escalera de madera que conducía a la segunda
planta, donde tras una balaustrada se veían más pasillos y puertas y otro tramo
de escalera que llevaba a la planta superior; bajo el hueco de la escalera
había otra puerta más discreta, también cerrada, que debía de ser un cuarto de
baño o habitación de servicio. En ese momento, para alivio de Blake, no había
nadie allí ‒acabarían de salir‒, lo que le ahorró el tener que tomar una incómoda decisión.
Un mortal hubiera percibido eso, y por ese
espacio, exclusivamente, hubiera podido moverse y actuar, siempre constreñido a
la geometría convencional. Pero un caído como Blake percibía y tenía acceso,
solapado con todo lo anterior, a increíbles estructuras en dimensiones espaciotemporales
adicionales; un lugar dentro de otro lugar, formando volúmenes aparentemente
imposibles. Así, en su percepción del Otro Lado, Blake vio suelos y paredes de
piedra, sin techos, pues lo único que cubría habitaciones y pasillos era el
cielo nocturno estrellado y una luna nueva que no se correspondía con la
creciente del exterior; una luz tenue y azulada, melancólica, que lo bañaba
todo como en un sueño. El mobiliario de la mansión consistía ahora en elementos
que hubieran sido más propios de un antiguo castillo, o quizá más bien de un
monasterio o convento, un lugar de recogimiento espiritual. Y, en efecto, el
gran salón central estaba ocupado por la nave de una iglesia, con grandes
columnas pétreas y ventanas ojivales a gran altura, y con un enorme rosetón en
uno de los altos muros, así como una serie de puertas de madera que daban
acceso al resto de estancias. Donde tendría que estar la chimenea, estaba en su
lugar ‒o solapado con éste‒ el altar, pero un altar vacío, sin cruz ni figura de Cristo,
aunque sí con un bello retablo labrado en madera que representaba figuras angélicas
de diferentes episodios bíblicos. La nave no estaba techada, como tampoco las
anteriores estancias, sino que muros y columnas se perdían de vista en la
altura, y parecían fundirse a gran distancia con el mismo cielo nocturno
estrellado. Esa arquitectura de fantasía era bella, de buen gusto, pero, pese a
todo, bastante ingenua. El único elemento arquitectónico perfectamente
equivalente en ambas percepciones era la escalera, en este otro caso una
escalera de caracol de piedra que ascendía a los dos pisos superiores cuyas
balaustradas de piedra en los muros Blake veía abrirse a gran altura.
En esa dirección, hacia arriba, sentía
Blake la presencia del alcalde, y hacia allí se encaminó. Pero sólo para darse
cuenta de que su intrusión fue bastante temeraria, y de que tendría que haber recordado
que Goldschmitt, aparte de defensas naturales como las que ya había eludido,
habría dispuesto también defensas sobrenaturales en sus dominios. «¿Cómo no lo
he tenido en cuenta?», se preguntó; «¿cómo he cometido este error? ¿Es que no
era demasiado extraño que la planta se quedara de repente vacía?». Pues, en
efecto, cayó en la trampa con sorprendente facilidad: cuando cruzó la gran nave
con pasos resonantes, bajo la sugerente luz de las estrellas, y llegó al pie de
la escalera de caracol, se vio atrapado en la primera de esas defensas mágicas.
En cuanto puso el pie en el primer escalón
de piedra, sintió un terrible dolor en el brazo izquierdo que le hizo soltar un
grito; y eso que su capacidad de soportar el dolor era muy grande.
Se miró la mano izquierda y se subió la manga de la chaqueta, y vio ‒con un miedo
que no pudo evitar‒ que la mano se le estaba pudriendo por segundos; o, para ser
más precisos, que se le estaba necrosando. Esa necrosis, esa muerte de los
tejidos, hacía que la piel se le pusiera amarilla y arrugada, e inmediatamente ‒mucho más
rápido de lo normal en un proceso como ése‒ negra y seca, todo ello acompañado de un insoportable dolor
y de olor a putrefacción, y peor aún, de la sensación de que el miembro se moría,
de que la muerte se extendía velozmente, imparable, brazo arriba, hacia el codo.
Tenía segundos para detener su avance, y quién sabe si para revertirlo, pero o
actuaba rápido o, en cuanto la gangrena le llegara al torso, moriría; y ya le
estaba afectando al antebrazo entero. «Es increíble… he caído en la trampa como
un pardillo… Joder, parezco un novato», se reprochó a sí mismo.
Se cogió el brazo izquierdo por la
ennegrecida y fría muñeca con la mano derecha, apretó fuerte y empezó a recitar
unos ensalmos que conocía; en cierta ocasión lo habían salvado de un
envenenamiento, pero nunca de nada tan grave como esto. Se concentró al máximo,
puso toda su voluntad en ello, y recitó la letanía una y otra vez, haciendo que
su energía espiritual circulara por el antebrazo pútrido. Al principio de forma
imperceptible, mientras Blake sudaba por el esfuerzo, pareció que el avance de
la muerte hacia su hombro revertía ligeramente, pero sólo estaba ralentizándose;
entretanto, el dolor era insufrible. Él siguió insistiendo, concentrado de tal
modo que dejó de percibir el entorno a su alrededor ‒lo que lo hacía
muy vulnerable‒ y la cabeza empezó a dolerle, además del dolor terrible del
brazo y de la agónica sensación de estar muriéndose de esa forma; de perder una
parte de su cuerpo, tal vez todo, y experimentarlo lentamente y con plena
consciencia de ello. Insistió e insistió y, cuando la negrura pútrida estaba a
punto de llegarle al hombro, su avance se detuvo, primero, y, a continuación,
con un esfuerzo tremendo de su voluntad, empezó a retroceder. Muy poco a poco,
mucho más lentamente de lo que se había extendido, la necrosis empezó a
retroceder, combatida por su energía espiritual, que regeneraba sus heridas
como lo habría hecho en otros casos de cortes, quemaduras o fracturas ‒pero requiriendo
esta vez cantidades mucho mayores de energía‒. Lo estaba consiguiendo, pero el esfuerzo
era descomunal y lo iba a dejar muy debilitado a la hora de enfrentarse con su
enemigo, cuando llegara el momento.
Finalmente, con un acto titánico de
voluntad, consiguió revertir la gangrena hasta la muñeca, que se apretaba con
la crispada mano derecha, e incluso más allá de ésta, hasta la palma de la
mano, y por último a los dedos… y recuperó su brazo, que lentamente, a medida
que imponía su voluntad sobre la necrosis, había ido dejando de dolerle y de
apestar. Estuvo muy cerca, pero lo consiguió: sobrevivió a la trampa, y sin tener
que cortarse el brazo ‒por otro lado, tampoco hubiera tenido con qué hacerlo‒. Lo había
logrado; su poder había superado al de su enemigo. Había estado a punto de matarlo,
pero él lo había podido evitar in extremis. «A partir de ahora», se
dijo, «tendré que andarme con mil ojos hasta que dé con el alcalde. Eso sí, todo
el dolor que acababa de hacerme sufrir, se lo voy a devolver a hostias en
cuanto lo tenga delante. Como que me llamo Christopher Blake».
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Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras
veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores
de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con
el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a
punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido,
Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la
desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus
enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal
relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo
aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la
destrucción se desatarán a su alrededor.
Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos
que combina el género noir, la fantasía gótica y el
terror de forma trepidante.
BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (digital): 9781370866335
Papel (15,90 €)
Digital (epub) (2,99 €)
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DEL MISMO AUTOR
Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 19/4/2024)
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