Christopher Blake. Los años del destierro
LA MANSIÓN EN LA COLINA (III)
LA MANSIÓN EN LA COLINA (III)
Esta historia transcurre dieciocho años antes de los acontecimientos de
Balada de los caídos
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz)
son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles
caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una
combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
III
[Lee el capítulo I] Se sentó en la barra, al lado de la
prostituta, y pidió un whisky al camarero; éste se lo puso con absoluta
desgana, como si tuviera que hacer una gran esfuerzo para levantar la botella. Blake
iba a decirle algo a la mujer, pero no hizo falta; ella se adelantó:
‒No me suena haberte visto por aquí antes.
‒No, es la primera vez que vengo.
‒Entonces, me imagino que será también la última.
‒¿Y eso? Es una ciudad bonita y hospitalaria.
‒Anda, eres humorista. Debes de haberte perdido, porque de lo
contrario no habrías llegado aquí. No hay mucha demanda local de tu profesión.
‒La verdad es que mucho sentido del humor por aquí no he visto.
¿Hay algún motivo para que todo el mundo esté tan serio? Y digo serio por no
decir otra cosa…
Blake miró a los otros que estaban en la
barra, que no le hacían ni caso, aparentemente. El camarero sí le echó una
mirada de reojo mientras secaba un vaso una y otra vez, como una máquina
averiada. La conversación entre ellos siguió en voz más baja, casi en susurros.
‒A mí me da igual que me oigan ‒dijo ella‒, pero tú deberías andarte con cuidado: los
de fuera no resultan especialmente populares en esta ciudad.
‒Ya me he dado cuenta; es otro de los encantos del lugar.
‒Sí, tiene muchos. Si te quedas más tiempo, podrás
comprobarlo.
‒Oye, no me quiero meter donde no me llaman, pero ¿aquí hay
trabajo? ‒preguntó, enarcando las cejas.
Ella le devolvió una tenue sonrisa irónica.
‒Sí, pese a todo, sí… Me imagino que hay cosas que son
necesarias, por más que reine el abandono y la falta de esperanzas… O
precisamente por ello.
‒Y si todo está tan deprimido, ¿no te apetece largarte?
Ella se encogió de hombros.
‒Siempre he vivido aquí. Es lo único que conozco. No quiero
tener que empezar de nuevo, y aquí, al fin y al cabo, puedo permitirme vivir.
Quizá es que me afecta la misma desidia que a todos los demás, en realidad; no
lo sé…
‒No me das esa impresión.
Ella se había terminado la copa, así que
Blake le hizo un gesto, al que ella asintió, y pidieron otra ronda de lo mismo
al camarero, después de que Blake se bebiera la suya de un solo trago. Cuando
el camarero les hubo servido, con miradas suspicaces, siguieron hablando.
‒¿Y qué es lo que ha pasado para que las cosas hayan terminado
así? Porque en esta ciudad hay algo que no es normal.
‒¿Te has dado cuenta? ‒dijo, y sonrió amargamente‒. No, la verdad es que no…
Y le contó la historia. Era evidente que
ella necesitaba hablar con alguien que no fuera de allí, ante un oyente más o
menos neutral de su relato, y no uno de los vecinos a los que veía cada día,
con los que nunca podría desahogarse. Quizá ella, tras años aguantando aquello,
necesitaba contarlo para creérselo ella misma, porque ciertamente tenía algo de
irreal. Le contó la historia en voz baja, acercándose a él, mirándolo
con ojos que parecían contemplarlo desde muy lejos, desde muchos años atrás. Mientras
le contaba, echaba miradas de reojo al camarero, quien, desde el extremo
opuesto de la barra, también los observaba a ellos de hito en hito, con el ceño
levemente fruncido, intentando aparentar que no tenía puesta la oreja,
intentando captar alguna palabra. Tal vez ella estaba corriendo un riesgo al sincerarse
con Blake, aquel completo desconocido, pero a éste le pareció que prefería asumir
dicho riesgo con tal de echar lo que llevaba dentro, que obviamente era mucho y
muy penoso.
Embersville era una ciudad
minera, con una escasa industria derivada de la propia extracción del cobre,
aunque casi toda la producción se exportaba directamente a centros industriales
mayores. Como suele ocurrir en las ciudades pequeñas del interior, volcadas en
una única actividad económica, todo el mundo allí vivía directa o
indirectamente de las minas, lo cual quería decir que el dueño de éstas era el
dueño de todo: era el principal empleador, el dueño de las tiendas de
alimentación, de los hoteles, del periódico local, de las clínicas y de gran
parte del resto. La mayoría de la población trabajaba para ese empresario,
llamado Aldo Goldschmitt, quien, a la postre, llegó a ser elegido alcalde de la
ciudad. Así pues, como garante del modus vivendi de tres cuartas partes
de los habitantes de Embersville, su poder en la ciudad era absoluto e
incuestionado. Los competidores comerciales que fueron llegando al municipio,
atraídos por su prosperidad, poco a poco desaparecieron sin dejar rastro, y lo
mismo ocurrió con los que se atrevieron a enfrentarse a él políticamente. Y, en
cada uno de estos casos, la gente miraba para otro lado, porque tenía las manos
llenas de dinero y nadie quería que eso terminara. Así que Goldschmitt actuaba
con total impunidad y allí reinaba la ley del silencio. Trabajaban para él
incluso el sheriff y los jueces, tipos corruptos y despóticos que usaban la ley
con increíble arbitrariedad. Los vecinos que intentaron elevar ciertas reclamaciones
a instituciones del Estado, o federales, terminaron igual de mal que los
empresarios que habían intentado establecerse en el municipio. Llegó cierto
momento, y ello en pocos años, en que no ya solamente la ciudadanía estaba en
su mayoría comprada, sino que parecía haberle vendido su alma al alcalde. Se
hablaba de él con devoción; aparentemente nadie pensaba ni actuaba por sí mismo,
ni se reaccionaba ante la deriva infernal de Embersville, donde la vida era
cada día más asfixiante. De hecho, cuando la economía empezó a ir peor, porque
el precio del cobre bajó, tampoco hubo respuestas: era como si, a esas alturas,
todo diera igual. Los vecinos mostraban auténtica idolatría hacia Goldschmitt,
como si fuera un mesías. Y éste, además, cada vez se dejaba ver menos en
público: se encerraba en su mansión, arriba en la colina, entre la espesa
arboleda, y desde allí gobernaba su pequeño reino como un señor feudal desde su
castillo. Abajo, en la ciudad, las cosas funcionaban por una inercia insana,
que Blake habría podido apreciar, y por el control estrecho de la policía y los
piquetes de mineros, que silenciaban rápidamente cualquier intento de
disidencia. Pero apenas los había; en su lugar, imperaba una especie de
resignación estúpida y apática.
Blake interrumpió el relato de la
mujer para preguntarle por qué a algunos, como ella, no les afectaba esa
especie de lavado de cerebro masivo al que el alcalde había sometido a la población.
Ella le contestó que no afectaba a todos, aunque sí a la gran mayoría. Parecía
que tuviera que ver con el hecho de depender directa o indirectamente de la
mina, porque los que no tenían relación con ella permanecieron más o menos
normales, aunque callaban y obedecían por miedo al alcalde y, sobre todo, al resto
de sus vecinos. Tres cuartos de los habitantes de la ciudad estaban bajo ese
influjo inexplicable, y los demás, como ella misma, vivían como repudiados;
apenas los miraban o hablaban con ellos, salvo las interacciones indispensables.
Y todas sus relaciones sociales ‒de amistad, de pareja, e incluso
familiares‒ se
habían terminado. Eso, para el negocio, dijo ella refiriéndose a su
oficio, no era lo más conveniente, aunque sobrevivía. Embersville, en suma, era
una comunidad destruida. Sin embargo, tampoco se iba nadie de ella, pese a que
sería la opción razonable; seguramente algo afectaba también a los que se daban
cuenta de la situación, como era su caso, pero eran incapaces de actuar en
consecuencia. Y ese algo no era humano, aunque ella, naturalmente, no supiera
explicarlo.
Así concluyó la narración. Blake
la había escuchado atentamente, comprendiendo más y más cosas a medida que ésta
avanzaba, y finalmente se quedó asintiendo con la cabeza, en silencio. Ella
terminó su copa y le dijo:
‒Y ahora pensarás que estoy loca.
‒No, en absoluto. Lo he visto con
mis propios ojos. Te creo.
‒Me llamo Meredith, por cierto.
‒Christopher.
‒¿Quieres tomar algo más,
Christopher?
‒No ‒dijo, y le sonrió con cordialidad‒. Está bien así. Pero muchas gracias por la conversación.
Sacó del bolsillo un buen fajo de billetes de cincuenta y se
lo dio bajo la barra, además de dejar uno sobre ésta y decirle al camarero que
le diera las vueltas a Meredith. Se levantó y se despidió amablemente de ella:
‒Para que puedas tomarte todas
las rondas que quieras sin necesidad de que te invite ninguno de éstos. Por lo
menos durante un tiempo.
Blake salió del bar del hotel por
la puerta que daba directamente a la calle. En ese momento llovía fuerte y se
veían relámpagos en la lejanía. Se subió el cuello de la chaqueta y echó a
caminar calle abajo, contra la lluvia, pasando entre los comercios ya cerrados
a esas horas, mientras reflexionaba sobre el clarificador relato de Meredith. Lo
que ocurría en esa ciudad tenía sin lugar a duda un origen sobrenatural, y
obviamente tenía que ver con ese enigmático empresario y alcalde Goldschmitt, que
ejercía semejante influencia sobre los habitantes de Embersville. Para Blake estaba
bastante claro que se trataba de uno de los suyos: era un caído. Uno poderoso,
si era capaz de dominar a una población entera, aunque fuera pequeña. Uno que,
desde su llegada, había querido echarlo de su territorio.
Sopesó sus alternativas a la luz
de ese hecho. Lo sensato hubiera sido largarse cuanto antes, como le habían dicho
que hiciera varias veces. Más gente vendría a por él, y se sabía vigilado en
todo momento, como lo había estado en el bar del hotel, un rato antes. Las
cosas podrían ponerse realmente peligrosas en cualquier momento, y no convenía
demorarse en los dominios de otro caído que no deseaba su presencia. La
cortesía entre ellos así lo establecía y, cómo no, también su propia seguridad.
Pero, por otro lado, no le gustaba nada lo que estaba viendo allí, y no le
concedía a ese Goldschmitt, si es que ése era su auténtico nombre, el derecho de
sojuzgar a toda aquella gente. Además, había sido maltratado desde que llegó,
sin aviso previo, lo cual también violaba la cortesía entre caídos, que ante
todo deben presentarse y reclamar su territorio ante los visitantes, y hasta ese
momento al menos, tratarlos con la debida cortesía. Y, por último, sentía una
enorme curiosidad por ese caído al que no había detectado, a pesar de estar
ejerciendo un tremendo poder de sugestión sobre más de cincuenta mil mortales.
Con toda probabilidad era un Pastor: los especialistas en controlarlos, algo de
vital importancia para la sociedad de los caídos. Pero las capacidades de éste eran
insólitas, y no le importaría conocer, cara a cara, a tan singular personaje.
Finalmente, ya calado de lluvia,
decidió regresar a la habitación del hotel. Dejó la cama intacta y durmió en su
saco de dormir ‒que llevaba dentro del enorme
macuto‒, sobre el suelo, como era
su costumbre. Blake era muy austero, por no decir que se mortificaba.
A la mañana siguiente, que fue
una mañana sin lluvia, pero muy gris y desangelada, y con un viento cortante y
húmedo que venía de los lagos próximos, decidió que desayunaría algo antes de
decidir cómo proceder; un par de tazas de café le ayudarían a hacerlo. Así que,
tras dejar la habitación de nuevo sellada con un glifo arcano, para evitar a
los curiosos, salió en busca de alguna cafetería que no fuera la del hotel. No
llegó muy lejos, sin embargo: en plena Broad Street, la principal calle
comercial de la ciudad, y a la vista de los transeúntes que iban y venían con
bolsas de la compra y entraban y salían de las tiendas ‒todos envarados y anodinos y sin apenas cruzar
palabra entre ellos‒,
un grupo de hombres parecido al del día anterior salió de repente de una esquina. Claramente, estaban
esperándolo, pues sabían dónde se alojaba. Y de nuevo, otros tantos salieron de
una calleja lateral para cortarle el paso. La única diferencia era que ya no lo
emboscaban en un callejón, sino en plena vía principal, delante de testigos. Era
obvio que en Villatriste todo daba igual; la gente enviada por el
alcalde podía hacer lo que quisiera con total impunidad. Algunos de los hombres
iban armados: Blake vio varias navajas y machetes y un par de pistolas, aunque
no le apuntaban directamente con ellas. Pero la cosa había subido hasta ese nivel.
Todo se precipitó a partir de ese momento, desbaratando las
intenciones de Blake. O, tal vez, cumpliéndolas por medios inesperados, como
tan a menudo le ocurre a quien tiene la voluntad firme de hacer algo. Esta vez
no se moderó, como la anterior, pese a ocurrir todo ante las miradas de los
viandantes que contemplaban la inusual escena; de modo que, cuando uno de esos
hombres, ya sobre él, y sin previo aviso, intentó clavarle la navaja en las
costillas, Blake paró su mano como si la viera moverse a cámara lenta y le giró
bruscamente la muñeca, rompiéndosela con un sonoro chasquido. Más rápido de lo
que los ojos de los mortales podían ver, recorrió la distancia que lo separaba
de otro, el cual llevaba un cuchillo de monte, y con un golpe en el pecho le
partió el esternón. En ese mismo instante, viéndolo encima de sí, uno que iba
armado con un revólver le apuntó y fue a apretar el gatillo. Antes de que lo
hiciera, Blake le torció el brazo, sonó la detonación, y la bala fue a parar a
la pierna de otro de ellos, que cayó al suelo con un grito de dolor. Acto
seguido, con un golpe del canto de la mano en el omóplato, Blake le partió el
hombro al del revólver. La turba se le echó encima y él, cogiendo a uno de
ellos como si fuera un muñeco de paja, lo lanzó contra el resto, derribando
como si fueran bolos a otros cuatro. Aprovechó la confusión y salió corriendo
por la brecha abierta; los demás empezaron a perseguirlo mientras gritaban a la
gente de la calle que lo detuviera. Pero todos los transeúntes se apartaban
asustados al verlo pasar.
Se metió por un callejón sin salida, al final del cual había
cubos de basura rebosantes y una valla de metal. De un salto se encaramó al
borde de ésta y, cogiendo directamente con la mano el alambre de espino que la
remataba, la volteó y cayó del otro lado, burlando a los que venían detrás de
él, cada vez a mayor distancia. No obstante, cuando salió a otra calle principal,
se topó con una jauría que venía hacia él, como si supieran que iba a salir por
ahí. Se escuchaban sirenas de policía cada vez más cerca. Corrió en dirección
opuesta a sus perseguidores, pero no por mucho tiempo; otro grupo lo acorraló
enseguida, y esta vez se trataba de una heterogénea mezcla de hombres y mujeres
de todas las edades, viejos y niños incluidos, con expresiones impersonales,
como autómatas que lo siguieran por un ciego instinto que los coordinaba hacia
su presa común. Las sirenas de los coches policiales ya estaban al lado. Blake
se dio cuenta de lo inútil que era huir: o hacía daño a una gran multitud de
personas, lo cual seguramente terminaría con malheridos o muertos, o se daba
por atrapado. Y decidió que no haría daño a esa gente, que actuaba bajo el influjo
de otro caído, de uno como él. Así que se detuvo.
Se le echaron encima y empezaron a golpearlo. Él se limitó a
cubrirse la cabeza mientras lo pateaban, le pegaban puñetazos en el suelo y le
escupían y gritaban.
Enseguida llegaron varias parejas de policías, entre ellos
los agentes Bob y Joe, que apartaron a la multitud a voces y empujones.
‒¿Qué te parece? ¿A quién tenemos
aquí? Y yo que pensé que no te volveríamos a ver ‒dijo
uno de ellos.
Lo levantaron del suelo, lo llevaron hasta uno de los coches
de patrulla, contra cuyo maletero lo empujaron de malas maneras, y le esposaron
las manos a la espalda.
‒Tendrías que haberte ido cuando
te lo dijimos, amigo; ahora vas a ver lo que es bueno ‒dijo el otro.
Y lo metieron en la parte de atrás del coche, empujándole la
cabeza bruscamente para que entrara. Ni lectura de derechos ni nada de eso:
Embersville no era el paraíso de las garantías judiciales y, al fin y al cabo,
seguramente no tenían planeado que la detención terminara en un tribunal. Pero
Blake se dejó hacer sin abrir la boca, porque lo mejor era que lo sacaran de
allí cuanto antes, lejos de esa multitud enloquecida. Entonces tendría mejores
oportunidades para actuar.
Lo llevaron de nuevo a la comisaría y lo bajaron a los
calabozos, donde ya no había ningún preso. Ni siquiera se molestaron en
ficharlo en el mostrador de la entrada. Una vez abajo, en el pasillo mismo,
antes de meterlo en su celda, empezaron a pegarle una soberana paliza, esposado
como estaba. Él la soportó estoicamente, esperando el momento de escapar. Al
fin y al cabo, no podían causarle ningún daño importante, salvo que lo mataran,
claro; las heridas en la palma de la mano producidas por el alambre de espino
ya se le habían cerrado, y la turba tampoco le había hecho nada serio. Los
agentes sabían mejor dónde pegar para hacer daño, pero lo aguantaría. Los
agentes Joe y Bob, especialmente, se ensañaron con él, y mientras le daban
puñetazos en la cara y el estómago le preguntaban a gritos si los había tomado
por gilipollas, y si se creía que iba a hacer lo que le saliera de los cojones
en su ciudad. En cuanto a que quisieran matarlo, era una posibilidad que Blake
tenía muy en cuenta, pero para entonces él ya habría volado, fuera como fuera.
Sólo se trataba de aguantar ese chaparrón de puñetazos, rodillazos y patadas y
esperar el momento adecuado. Pero antes quería ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos.
Y así lo hizo después de que cesaran de pegarle y lo
encerraran en una celda. Él fingió estar malherido y no tenerse apenas en pie,
lo dejaron en el camastro, todavía esposado, y se fueron. Un rato después apareció
el sheriff, acompañado de otro de sus hombres. Era un hombre de unos cincuenta
años, el rostro surcado de profundas arrugas, el pelo cano y voz seca y
autoritaria; claramente había nacido para llevar el uniforme.
‒¿Tú eres el que ha dado tantos
problemas? Ya veo… Bueno, ahora no pareces en situación de darlos, ¿verdad? Al
final, las cosas ponen a cada uno en su lugar, y éste es el tuyo, muchacho.
Otros mejores que tú han venido aquí a pasarse de listos, pero todos termináis
igual. Aquí no va a venir nadie a cambiar nada; mi trabajo es impedirlo, y te
aseguro que lo voy a cumplir, ¿me entiendes?
Concluyó su discurso e hizo amago de irse, pero se detuvo y
añadió:
‒Has herido a gente, a vecinos de
esta ciudad a los que yo debo proteger ‒respiraba furioso mientras decía
eso‒. Si no fuera porque él quiere
verte antes, te llevaría a las afueras ahora mismo. Tienes allí una zanja
esperándote, ¿sabes? Despídete del mundo, que esta noche duermes bajo tierra,
mamón ‒le espetó, y se fue. El policía
que lo acompañaba se quedó allí de guardia.
Blake ya sabía lo que quería saber. Sus sospechas acerca de
lo poco hospitalarios que eran en Embersville habían quedado confirmadas, así
como que la oficina del sheriff no era lo que se dice una institución dedicada
a defender la ley y proteger a los inocentes. En esa maldita ciudad llevaban
mucho tiempo ocurriendo cosas muy turbias, como le había contado Meredith. Y
todo giraba en torno a «él», como lo había
llamado el sheriff. O sea, el alcalde Goldschmitt, el empresario dueño de la
ciudad, que tenía interés en visitar a un tipo encerrado en el calabozo al que
pensaban liquidar. El caído que quería ver a uno de los suyos, que había
entrado sin permiso en su territorio, para lo cual había movilizado a toda la
ciudad contra él. Pero Goldschmitt era dos cosas: un cobarde y un estúpido. Un
cobarde, por no haber dado la cara hasta ese momento y usar a todos aquellos
mortales como marionetas, en lugar de salirle al paso desde el principio, desde
que lo detectó en su ciudad, cosa que debió de hacer enseguida. Y un estúpido,
si pensaba que lo iban a retener allí hasta que él llegara, aunque seguramente
sus hombres no habían entendido sus instrucciones y pensaban que la paliza, las
esposas y los barrotes iban a detenerlo. Pero, claro, cómo iban ellos a saber
lo que era. Su jefe iba a sentirse muy decepcionado cuando viera lo negligentes
que habían sido.
Se levantó y se acercó a los barrotes de la
celda. El agente lo miró con indiferencia, como aburrido. Él rompió las esposas
separando sin más los brazos, produciendo un chasquido agudo, y el agente se
quedó perplejo. Iba a pulsar la alarma en la pared opuesta cuando Blake
condensó las sombras a su alrededor, una oscuridad impenetrable, como
terciopelo negro que lo envolviera. El agente, asustado, balbuciente, se
intentó apartar de las sombras que lo separaban del pulsador en la pared; dio
unos pasos hacia atrás, pegando manotazos al aire, atravesando vanamente las
tinieblas que amenazaban con engullirlo, y entonces se puso al alcance de
Blake. Éste lo cogió del cuello de la camisa, tiró de él con fuerza, y lo noqueó
contra los barrotes. Alargó la mano hasta su cinturón, donde llevaba un juego
de llaves; buscó las de las esposas y se las quitó. Entonces hizo un dibujo con
los dedos sobre los barrotes del ventanuco en lo alto de la celda, que daba al
suelo de la calle posterior a la comisaría. Mientras lo hacía, recitó un
ensalmo, y al terminar, puso la palma de la mano sobre los barrotes y de
repente éstos se quebraron como si el metal fuera madera podrida. Se encaramó por
el hueco abierto, subiéndose al camastro, y escapó. Ahora la iniciativa la
tenía él.
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Abre la novela y sigue leyendo
Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras
veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores
de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con
el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a
punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido,
Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la
desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus
enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal
relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo
aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la
destrucción se desatarán a su alrededor.
Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos
que combina el género noir, la fantasía gótica y el
terror de forma trepidante.
BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (digital): 9781370866335
Papel (15,90 €)
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DEL MISMO AUTOR
Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 5/3/2024)
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