BALADA DE LOS CAÍDOS
UN MUNDO DE FANTASÍA NOIR
La saga literaria de D. D. Puche Díaz
UN MUNDO DE FANTASÍA NOIR
La saga literaria de D. D. Puche Díaz
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz)
son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles
caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una
combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
Balada de los caídos
Una novela de fantasía oscura
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Te ofrecemos el primer capítulo
1
REGRESO A HELLSTOWN
REGRESO A HELLSTOWN
Es estremecedora la primera vez que uno llega a Hellstown y contempla
la vertical silueta de la ciudad, desdibujada por la niebla de la bahía y
la contaminación. Un horizonte escarpado sobre el que se recorta un
cielo sucio de día y sin estrellas de noche, hacia el que se yerguen las
agujas de la gigantesca catedral, que parece competir con los
rascacielos por alcanzarlo. Pero para los habitantes de Hellstown –que
como es sabido, no es el verdadero nombre de la ciudad, aunque todo el
mundo la llama así– no hay cielo que valga. Éste nunca brilla azul para
ellos, y sus promesas quedan demasiado lejanas.
No era, sin embargo, la
primera vez que Blake se encontraba con este panorama gris y opresor. De
hecho, se había criado en la ciudad, hacía muchos, muchos años, cuando
ésta no era aún tan inmensa como llegó a ser. Ahora se reencontraba con
ella, después de otros muchos años fuera. Había estado vagando de aquí
para allá, en busca –eso había creído, ingenuamente– de sí mismo, de las
respuestas que necesitaba. Pero ya sabía que las únicas respuestas que
encontraría se hallaban en la ciudad de la que había tenido que irse
hacía veinte años. Su viaje lo llevaba de vuelta al hogar, o por lo
menos a aquella ciudad que era lo más parecido a un hogar que había
conocido. Al menos una vez lo fue.
Blake se bajó del autobús que
lo había dejado en la Estación Central, y tras recorrer el enorme y
abarrotado vestíbulo, esquivando a la gente, salió a la calle con una
gran bolsa de viaje –su único equipaje– al hombro. Tuvo una sensación
como de ensueño, la misma que tenía en cualquier ciudad a la que volvía.
Y eran ya muchas ciudades, puesto que había viajado muchísimo, y había
regresado muchas veces a muchos lugares, a lo largo de su dilatada vida.
En realidad, él siempre estaba de regreso, y sin embargo, después de
tanto tiempo, seguía sintiéndose como alguien que nunca está en su
hogar, vaya donde vaya. Pero, al fin y al cabo, no era algo raro, pues
eso era él: un apátrida, uno de los Desterrados. Estaba en su propia
naturaleza.
Fuera de la estación, frente a
la amplia avenida que, a esas horas, poco después del anochecer, bullía
de vida, se detuvo a contemplar lo que lo rodeaba. Gente yendo
desordenadamente de aquí para allá, brillantes letreros publicitarios de
neón iluminando la noche, los coches circulando como bombeados
rítmicamente por el invisible corazón de la ciudad… Vida por todas
partes, ajena a su presencia. Así tenía que ser, y era mejor para todos.
Cuanto menos supieran de los que eran como él, tanto mejor.
Encendió un cigarro. Le dio
una honda calada y miró hacia arriba, hacia el negro pedazo de cielo que
la ciudad intentaba iluminar. A continuación, tiró el cigarro al suelo,
lo pisó con su bota y se giró hacia el reloj de la estación para ver
qué hora era. De repente sintió un escalofrío: la gran esfera,
suspendida sobre la puerta principal de la estación, señalaba las cinco
menos veinte. Se había parado, pues debían de ser cerca de las siete de
la tarde. Las cinco menos veinte, lo recordaba perfectamente, era la
hora que indicaba ese reloj la última vez que lo miró, veinte años
atrás, al cruzar esa misma puerta, a punto de iniciar el largo periplo
del que ahora regresaba. De hecho, nunca olvidaría ningún detalle de
aquellos días amargos que ocasionaron su partida. ¿Cómo podía ser
aquello? ¿Se había detenido el reloj justo entonces? ¿Y no lo habían
arreglado? Parecía como si el tiempo no hubiera transcurrido desde su
marcha, como si esperara su vuelta para reanudarse. No supo cómo
interpretar ese augurio, porque eso es exactamente lo que le pareció.
Decidió no quedarse allí
dándole vueltas a una pregunta para la que no tenía respuesta. Tenía que
llegar al barrio de Blackpoint, al oeste de la ciudad. Allí estaba su
antiguo piso, y a pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que
estuvo en él, esperaba que todo siguiera en orden. Una de las ventajas
de tener tantos años es que el dinero metido en el banco da muchos
intereses. De una de sus varias cuentas, de las que por lo general no se
cuidaba, se cobraba una agencia encargada de por vida del mantenimiento
de sus propiedades. Blake suponía que habrían hecho su trabajo en su
ausencia, y que su casa seguiría siendo su casa.
Había un buen trecho hasta
Blackpoint, pero decidió que lo haría a pie. Ya había pasado demasiadas
horas sentado en el autobús, y necesitaba estirarse. Además, quería
pasear y ver cómo había cambiado todo mientras él no estaba. Le apetecía
ver gente, pasar por delante de escaparates, sumergirse en la ciudad.
Así que echó a andar resueltamente.
Por el camino, en cambio, se
entregó a sombrías reflexiones. Como cada día, cada hora, cada minuto,
vino a su mente la imagen de Karen. No necesitaba mayor motivo, pues su
recuerdo era la trágica melodía que una y otra vez se repetía en su
cabeza, quisiera o no, de forma vaga y persistente. Pero el reloj de la
estación había removido un episodio muy concreto de su memoria, con lo
que el recuerdo se tornó más vívido y doloroso. El día de su marcha, el
día que tuvo que irse de la ciudad cargando además con su pérdida, el
día que fue expulsado por los suyos y cortó lazos con el mundo que había
conocido hasta entonces. Y todo ello para aprender algo que ya tendría
que haber sabido: que no se puede huir del dolor, que éste nos sigue a
todas partes, vayamos adonde vayamos, pues no está fuera, sino dentro de
nosotros. Ahora, cumplido su destierro, pretendía regresar a ese mundo
abandonado, y sin embargo sabía que las cosas no volverían a ser como
antes; aunque tampoco quería que lo fueran. La vida no aguarda a los que
se apean a mitad de camino, y él ya no pertenecía a nada, absolutamente
a nada. Se sentía solo, y de hecho era como quería estar.
Mientras caminaba en dirección
suroeste, pasando al lado de cientos de transeúntes, de puestos
ambulantes de comida y de relucientes reclamos comerciales, meditó
acerca de los motivos de su regreso, pues se sorprendió a sí mismo
pensando que ahora, una vez en la ciudad, ya no le parecían tan claros.
Cuando estaba fuera sintió que algo lo llamaba, que era la hora de
volver. Cumplido su destierro, la huida de sí mismo debía terminar, no
tenía ya sentido. Pero, ¿qué buscaba allí, exactamente? ¿Olvidar?
¿Volver a empezar?
En su largo exilio llegó a
sentir un vacío que pensó que el regreso, con todo lo que implicaba, le
aliviaría; pero ya no estaba tan seguro. Los fantasmas del pasado, por
el contrario, probablemente se avivarían. Aunque era pronto para juzgar;
tendría que darse tiempo. En realidad, se había sentido como arrastrado
por una fuerza irresistible, por una llamada que le susurraba al oído
que debía estar en casa, que era lo mejor. Pero ya no escuchaba ese
susurro; y sin embargo, allí estaba él. A pesar de todo, aunque no
estuviera muy seguro de la naturaleza de ese impulso, sabía que era
mejor seguirlo que ignorarlo, aunque por el momento no pudiera
comprenderlo: hay muchas cosas que sólo se entienden una vez que se han
hecho. Semejantes impulsos, normalmente, muestran el camino a seguir
cuando fallan las razones. Y había llegado un momento en que todas las
razones lo habían abandonado, así como las esperanzas. Así que se dejó
llevar, sin más.
De todas formas, sí que había
una razón objetiva por la que no le resultaba apetecible volver a la
ciudad, pero que le obligaba a hacerlo: tendría que volver a encontrarse
con los suyos, que lo habían expulsado. Lo que menos deseaba en ese
momento era verlos; pero, aun así, tenía que hacerlo, pues de lo
contrario no se libraría del castigo con el que había cargado durante
dos décadas. En cualquier caso, sabía que ellos vendrían a buscarlo, si
él no hacía acto de presencia. Una sola cosa tenía muy clara: no pensaba
pedir perdón ni reconocer culpa alguna. Si él no comparecía –lo cual
supondría darles una victoria moral–, ellos vendrían a por él y le
dirían que tenía que ponerse de rodillas, pero no iba a hacerlo. Ya le
habían hecho pasar demasiado de forma injusta como para añadir eso a su
condena. No les debía nada; toda cuenta estaba saldada, y no aceptaría
ninguna nueva humillación. No en esta vida. Así pues, que se presentaran
cuando quisieran –que sería pronto, sin duda–. Él no pensaba ir a su
encuentro, aunque sabía que éste era inevitable.
De este modo le daba vueltas a
la cabeza mientras caminaba, con la correa de su pesada bolsa, en la
que llevaba cuanto tenía, clavándosele en el hombro. Pese a ello no se
la cambió de lado, ni se detuvo. Quería llegar cuanto antes, y ese dolor
en cierto modo lo reconfortaba, le hacía sentir su voluntad como algo
físico, palpable. Prefirió sufrirlo.
De camino a Blackpoint, recorrió unas cuantas manzanas por Broad
Avenue, donde la gente empezaba a arremolinarse alrededor de los teatros
y los restaurantes. Después salió de la avenida tomando una calle que
lo condujo al Barrio Chino, en dirección sur, y un poco más tarde giró
de nuevo en dirección suroeste para entrar en el más residencial
Westbrook y cruzar el río –que unos dos kilómetros al este desembocaba
en la bahía– por el puente Dawson. Poco a poco el perfil más elevado del
centro, ese enorme volumen de piedra, acero y vidrio, había ido dejando
paso a edificios cada vez más bajos, con un promedio de cinco alturas.
Predominaba el ladrillo ennegrecido por los años y la contaminación, así
como las paredes cubiertas de grafitis. El tráfico en las calles fue
perdiendo densidad, cada vez había menos neones, y Blake encontró cierta
tranquilidad, rota tan sólo por grupos de jóvenes alrededor de las
escaleras de los portales y por la gente que volvía de trabajar a esas
horas.
Al fin llegó a Blackpoint,
cuyas construcciones, en su mayor parte de comienzos del siglo pasado,
le daban un aire inconfundible. En los tiempos en que Blake había venido
a vivir aquí, era un barrio bohemio habitado sobre todo por artistas y
gente de profesiones liberales. El artífice del barrio, que había sido
un rico constructor que al parecer murió arruinado y loco, realizó en
esta zona su sueño de levantar toda una pequeña ciudad de estilo
neogótico. Eso le confería una atmósfera como de cuento de hadas
–algunos decían que de terror– que atrajo a dicha gente, pues los ricos
para los que estaba pensado consideraron desde muy pronto “de pésimo
gusto” el barrio y prefirieron ocupar mansiones más modernas en la zona
noreste de la bahía y en los acantilados. Como consecuencia de semejante
desastre económico, los precios de los inmuebles en Blackpoint cayeron
en picado y se hicieron muy accesibles.
A Blake siempre le gustó la
arquitectura de la zona, que era ciertamente extemporánea e impostada,
pero a la vez fantasiosa y, en efecto, como de cuento. Le pareció un
lugar muy propio para vivir, siendo quien era y lo que era, y le gustó
también mucho la vecindad, poco dada a fijarse en los demás. Era un
excelente lugar para pasar desapercibido.
Pero todo eso fue varias
décadas atrás, y Blake se preguntó si seguiría igual. De entrada, su
primera impresión al internarse en las calles de Blackpoint, donde las
estatuas y gárgolas acechaban desde las fachadas al transeúnte a cada
paso, fue desalentadora: del antiguo ambiente del vecindario no quedaba
nada. Únicamente vio pobreza por todas partes. Había muchos mendigos,
prostitutas y drogadictos arrastrándose por las calles y apostados en
las esquinas. Aquí y allá, incluso, se calentaban alrededor de fogatas
encendidas en bidones de metal calcinados. En la mayoría de las ventanas
no brillaba luz alguna. Le resultó pasmoso este contraste, no sólo
entre la imagen actual y sus recuerdos, sino entre este barrio y los que
había atravesado por el camino.
Había visto una imagen de
modernidad y confort en el centro que contrastaba con la imagen
progresivamente decadente que se encontró a medida que se alejaba, y que
llegaba al extremo de la ruina y la miseria en su antiguo barrio, antes
de muy distinta condición. ¿Cómo podía haber degenerado tanto? ¿Qué
había cambiado en su ausencia? No le cupo duda de que la inseguridad
ahora debía ser muy alta, aunque eso a él, personalmente, no es que le
afectara. Poco tenía que temer, pero aun así le pareció muy triste. Como
corroborando sus pensamientos, notó que bastantes mendigos le clavaban
los ojos al pasar. Una cara nueva, en un barrio donde sin duda se
conocía todo el mundo.
Se encaminó a su calle,
preguntándose con creciente inquietud qué se encontraría al llegar. No
sabía si su casa seguiría tal y como él la dejó; quizá la hubieran
desvalijado. Aunque en ese caso se habrían encontrado con la
desagradable sorpresa que dejó para los visitantes no invitados… En
realidad, poco había allí que tuviera algún valor; sólo sus libros,
recuerdo de tiempos mejores, y que no sería precisamente en lo que se
fijaría ningún ladrón. A pesar de su impaciencia, tal vez por estar tan
cerca de su destino se permitió parar un momento para dejar la pesada
bolsa en el suelo y encender un cigarro, antes de proseguir. Después de
tanto tiempo, unos segundos no supondrían ninguna diferencia.
Reanudó el paso y llegó a una
pequeña plaza ajardinada que estaba ya muy cerca de su casa. Estaba tan
transformada como el resto; de hecho, ya no podía decirse que estuviera
ajardinada. Ahora la ocupaban grupos de pandilleros de mirada torva y
más mendigos y borrachos como los que había por todas partes.
Ciertamente, Blackpoint se había convertido en un gueto. La gente con la
que se cruzaba y que parecía relativamente normal era escasa y parecía
moverse con prisa, como con miedo a demorarse demasiado en la calle.
Atravesó la plaza en diagonal, pasando al lado de una fuente con una
estatua que representaba un amorcillo, un ángel infantil con unas alitas
muy cortas, como si fueran de un pajarillo diminuto. En tiempos, se
había sentado muchas veces en el banco de piedra de al lado, con Karen, a
la sombra de unos árboles. Éstos ahora estaban secos, como negros y
tétricos esqueletos, y la estatua sucia y pintarrajeada, además de que
le habían roto un brazo y una de las alas.
La contempló con pena al
pasar, y sintió cómo era a su vez observado por un grupo de jóvenes que
ocupaban su antiguo banco. Se volvió para mirarlos, sin detenerse; frías
miradas devolvieron la suya, amenazadoras. Iban vestidos de cuero
negro, con pesadas botas militares y cinturones con grandes hebillas
metálicas y muchos adornos y cadenas, en su mayoría plateados. En los
brazos de varios de ellos vio parches con el símbolo de los Luna Negra:
una luna en cuarto creciente atravesada verticalmente por una espada.
Eran lacayos mortales de esos andrajosos, los Perros Callejeros. Los
empleaban en gran número, para que así la banda pareciera más poderosa
de lo que en verdad era. Los suyos los distinguirían en el acto, pero
para los mortales la diferencia era imperceptible. Desgraciadamente, los
Lunas eran ya bastante numerosos y fuertes de por sí; y que se hubieran
extendido a un barrio como Blackpoint, antes claramente fuera de sus
dominios, era indicativo de que en la ciudad las cosas habían cambiado
mucho, y no a mejor. Le costó creerlo, pero la evidencia estaba delante
de él. De todas formas, ésos no lo reconocerían; eran demasiado jóvenes
para saber de él, si es que aún podía importarle a alguien.
Pero cuando salía de la plaza
para enfilar la calle anterior a la suya, bajo la luz mortecina de las
últimas farolas que aún funcionaban, escuchó algo –sus agudos sentidos
se lo permitieron–. El grupo frente al que había pasado hablaba de él, y
unos pocos se separaron del resto para seguirlo. No alteró su rumbo ni
su ritmo, ni se giró hacia ellos, pero percibió que eran cuatro los que
andaban tras él, y con evidentes intenciones hostiles. Pobres incautos.
Se fueron acercando a él a
medida que llegaba a su portal. Cerca de éste vio a otros dos
pandilleros, que en ese momento estaban vendiendo droga –probablemente
metanfetaminas– a unos adolescentes de mirada perdida y aspecto
claramente mísero. Al ver venir a Blake, tan bien escoltado, repararon
en él, y con una seña ahuyentaron a los muchachos. Aquello fue algo que
Blake no pudo soportar: encontrar a esas ratas de los Lunas en su
vecindario le resultaba ya ofensivo, pero que estuvieran trapicheando
con droga en la puerta misma de su casa le pareció intolerable. Se
aproximó a ellos apretando el paso. Su cara no era precisamente
amistosa.
Los dos individuos le cerraron el paso. Uno de ellos se dirigió a él:
–¿Y tú quién eres, tío? No
eres de por aquí ‒le dijo, mirándolo de arriba abajo. A su espalda se
pusieron los otros cuatro pandilleros, rodeándolo.
Blake, impertérrito, dejó caer
su bolsa al suelo y escupió el cigarro a la cara del tipo. Los seis
pandilleros se quedaron estupefactos unos segundos, hasta que el
humillado Luna Negra sacó una navaja automática y, sin mediar aviso,
intentó clavársela en el vientre a Blake.
Éste le cogió el brazo por la
muñeca, sin inmutarse siquiera, como si detuviera a un muñeco flácido
moviéndose a cámara lenta. Con un solo movimiento le partió la muñeca,
que crujió sonoramente. El tipo aulló de dolor y se le cayó la navaja;
los otros se le echaron encima simultáneamente, pero Blake tuvo tiempo
de reaccionar. Uno le atacó con un machete que sacó de su chaqueta de
cuero; otro con una cadena; el tercero también empleó una navaja
automática y los dos restantes intentaron agarrarlo por detrás para que
los demás lo tuvieran a su merced. Blake se agachó en el último momento y
el golpe de la cadena impactó en la cara de uno de éstos, dejándolo en
el suelo con los dientes destrozados. A continuación, esquivó un golpe
del que blandía el machete y de una patada en el torso tumbó al de la
navaja. Otra finta demasiado rápida para ellos y el golpe de cadena que
de nuevo iba dirigido a él se enroscó alrededor de la muñeca del que
llevaba el machete. Blake cogió a ambos por las cabezas y las chocó con
estruendo, dejándolos noqueados. El último recibió un puñetazo en toda
la cara que le partió la mandíbula.
La escena duró apenas unos
segundos; los muy estúpidos no tuvieron ninguna oportunidad. La gente
que presenció la pelea se quedó con la boca abierta, contemplando a
Blake como si vieran a un ser sobrenatural, y sin saber que de hecho lo
era.
Entonces se dirigió al que
parecía el líder del grupo, el primero al que había despachado. Éste
estaba encorvado de dolor, sujetándose la muñeca rota con la otra mano.
Al ver acercarse a Blake, le gritó:
–¡No sabes lo que has hecho,
cabrón! ¡Estás muerto! ¡Te has metido con los Luna Negra! ¡No hay sitio
en esta ciudad en el que puedas esconderte de nosotros!
Blake no contestó. Lo levantó
como si fuera un saco de paja, cogiéndolo de la solapa de la chaqueta de
cuero, y con la otra mano le sacó del bolsillo interior la bolsa en la
que llevaba las pastillas que vendía. Se acercó al sumidero más próximo
que había en la calle y tiró por él la bolsa a las alcantarillas.
–¿De verdad no sabes con quién
te estás metiendo? ¿Sabes lo que acabas de hacer? Esa bolsa vale más
que tu vida, pordiosero –le espetó el Luna.
Blake pasó de nuevo a su lado,
tras recoger su macuto, y le soltó un humillante revés con la mano, que
acabó con él de nuevo en el suelo.
–Sé de sobra quiénes sois.
Sois la peor escoria de esta ciudad. Y de vez en cuando no está mal que
alguien os lo recuerde y saque la basura. Ahora largaos de aquí antes de
que empiece a haceros daño de verdad. Esto ha sido una advertencia: que
no os vuelva a ver vendiendo vuestra mierda en mi barrio. A partir de
ahora os andaréis con más cuidado.
Los pandilleros se ayudaron
unos a otros a levantarse y salieron de allí como pudieron,
trastabillando entre los que contemplaban el espectáculo. Los Lunas no
eran gratos para casi nadie, pero todo el mundo les tenía mucho respeto.
Tan sólo el jefe del grupo se giró antes de desaparecer tras una
esquina, y le gritó con voz rota:
–¡Volverás a saber de nosotros! ¡Esto no va a quedar así!
–Si vuestro hobby es recibir palizas, ya sabéis donde encontrarme –contestó Blake.
Por fin estaba frente a su
destino, el número trece de la calle Ithaca. Era similar a los demás de
Blackpoint: un edificio de viviendas, éste en particular de siete
alturas, concebido como residencia para gente adinerada y después venido
a menos. De estilo neogótico, tanto el portal como las ventanas eran
altos y estrechos, rematados en arcos ojivales. La fachada ofrecía un
aspecto imponente, recargado dirían algunos: el dintel interior de la
entrada estaba sostenido por dos columnas esculpidas con la forma de lo
que podrían haber sido santos –otro detalle que siempre gustó a Blake,
pues le resultaba exquisitamente irónico–, figuras vestidas con túnicas y
ennoblecidos por largas barbas. Adornadas repisas separaban cada
planta, y cada una de las esquinas estaba rematada con finas agujas de
piedra.
La fachada estaba bastante sucia y deslustrada, de forma que aquella arquitectura fuera del espacio y del tiempo parecía realmente más antigua y venerable de lo que era. Blake notó que, como en casi todo el barrio, muy pocas luces estaban encendidas, pese a la hora que era. Parecía haber poca vida en aquel inmueble, o en todo caso esa vida se ocultaba. O simplemente no podía pagar la luz.
Entró. El antaño elegante portal estaba oscuro y cochambroso. Qué diferencia con el recuerdo que guardaba. Nadie había limpiado en mucho tiempo, y había porquería tirada por el suelo. Se acercó al ascensor, que se encontraba en la planta baja; de la reja de hierro colgaba un cartel manuscrito que decía «fuera de servicio». Así que subió por las escaleras, acarreando su pesada bolsa. Las siete plantas, pues su piso estaba en el ático.
La fachada estaba bastante sucia y deslustrada, de forma que aquella arquitectura fuera del espacio y del tiempo parecía realmente más antigua y venerable de lo que era. Blake notó que, como en casi todo el barrio, muy pocas luces estaban encendidas, pese a la hora que era. Parecía haber poca vida en aquel inmueble, o en todo caso esa vida se ocultaba. O simplemente no podía pagar la luz.
Entró. El antaño elegante portal estaba oscuro y cochambroso. Qué diferencia con el recuerdo que guardaba. Nadie había limpiado en mucho tiempo, y había porquería tirada por el suelo. Se acercó al ascensor, que se encontraba en la planta baja; de la reja de hierro colgaba un cartel manuscrito que decía «fuera de servicio». Así que subió por las escaleras, acarreando su pesada bolsa. Las siete plantas, pues su piso estaba en el ático.
Al llegar arriba se encontró
en un rellano más oscuro todavía que el portal –lo cual no era problema
para su visión, capaz de penetrar las tinieblas–, en el cual sólo había
una puerta, la de su piso. Cuando estuvo frente a ella, dejó la bolsa en
el suelo e inspiró profundamente. Buscó en el macuto las llaves que
durante tantos años no habían entrado en esa cerradura, las cuales
encontró en una pequeña bolsita de cuero muy vieja, y abrió. Varios
pesados cerrojos se descorrieron con un chasquido. Entró en su antigua
morada, y fue como entrar en su pasado. Allí dentro veinte años de vida
no habían transcurrido, habían quedado conservados como en formol.
No era a formol a lo que allí olía, sin embargo, sino a aire enrarecido y polvo. Buscó el cuadro eléctrico, lo encendió y las luces crepitaron tímidamente hasta encenderse. «Hágase la luz», se dijo; siempre era preferible a la oscuridad, por bien que se desenvolviera en ésta ‒al fin y al cabo, era un Señor de la Llama Eterna, y en algo se tendría que notar‒. Cerró la puerta, dejó caer allí mismo la bolsa y se dirigió a las ventanas para abrirlas y dejar que entrara el aire fresco de la calle. Sólo entonces se volvió y contempló el que había sido su hogar, y advirtió que la melancolía que sintió al llegar a la ciudad se hacía ahora mucho más intensa. Parecía como si estuviera soñando que había regresado, pero en realidad no lo hubiera hecho, sino que siguiera en su destierro, en cualquier lugar muy lejos de allí. Algo de él, en cualquier caso, no había vuelto, ni volvería nunca. Al menos comprobó que, afortunadamente, nada parecía estar fuera de lugar. Todo se veía en orden, tal y como él lo dejó. Nadie había entrado allí; la puerta estaba intacta.
Se encontraba en un amplio ático abuhardillado que constaba de una única y amplia estancia que era a la vez salón, dormitorio y cocina; tan sólo el cuarto de baño y un trastero estaban separados por tabiques. La luz era magnífica, esa luz rojiza de los crepúsculos de Hellstown, todo lo cálida que podía ser en esa ciudad maldita. Contempló la cama, sobre una gran alfombra redonda de color azul celeste, en un extremo. Esa cama, que había compartido tantas noches con Karen, y que no volverían a compartir. El calor de ella a su lado, que sería frío para siempre. Sintió que se precipitaba en un abismo de tristeza, así que dejó de mirarla. A su lado había un amplio armario de madera de cedro, donde ambos guardaban su ropa. En él quedaban cosas de Karen, así que se dijo que, al menos por el momento, no debería abrirlo siquiera.
En el otro extremo estaba su biblioteca, cubierta de polvo, como todo.
Antes daba una importancia extraordinaria a los libros, a pesar de ser
un Vigilante –cosa que muchas veces sirvió para que hicieran bromas a su
costa–, pues esperaba de ellos, como todos los Señores de la Llama,
obtener sabiduría y respuestas. Le interesaba especialmente la
filosofía, pues pensaba que las respuestas a sus preguntas vendrían
antes de ésta que de la teología, del hermetismo o de la mística, en los
cuales muchos de los demás Señores de la Llama, sus antiguos hermanos,
buscaban el sentido de todo. Pero nunca alcanzó semejante sabiduría, y
lo único que había conseguido con sus estudios era acrecentar sus
preguntas, su incertidumbre. Cuando Karen murió, además, le pareció que
todo aquello era absurdo y que los libros, en realidad, no importaban
nada; vio toda su vida anterior como un desperdicio. Se había convertido
en un escéptico, en un viajero, en alguien que tenía que tocar las
cosas, experimentarlas por sí mismo, para creerlas. Los libros formaban,
por así decirlo, una parte de su infancia. Como tal, siempre la
recordaría con cariño; pero había quedado superada. Por lo menos, eso
creía.
Aunque el ático entero estaba cubierto de una densa capa de polvo, no era ése el momento de ponerse a limpiar. Además, estaba hambriento después del viaje; no había probado bocado desde el desayuno. Antes de salir, no obstante, se sentó en uno de los viejos sofás de piel ‒levantando una nubecilla de polvo‒ y sacó lo que llevaba en su macuto. La mayor parte era ropa; no mucha, pero muy buena y resistente. Varios gruesos jerséis, un par de viejos pantalones vaqueros y un par de botas, aparte de las que llevaba puestas, y una chaqueta de cuero, componían casi todo su vestuario, aparte de unas cuantas camisetas y mudas de ropa interior. Se había movido sobre todo por el norte, en los últimos años, y en especial por áreas rurales, huyendo de los hombres y de los suyos, que también suelen concentrarse en las ciudades.
Aparte de la ropa, sacó de la bolsa el resto de sus cosas: sus útiles personales y de aseo, que llevaba en una bolsa de cuero marrón bastante gastada; un montón de pequeñas libretas –en las que anotaba sus reflexiones y recuerdos–, algunas de las cuales tenían ya bastantes años, y que releía constantemente, pues sus recuerdos eran tantos que empezaban a confundirse en su cabeza; unos cuantos viejos medallones y amuletos, que llevaba sobre todo por su valor simbólico; y cómo no, una carterita también de piel en la que llevaba varias fotos pequeñas de Karen, fotos que no había dejado de mirar una y otra vez en la últimas dos décadas, y que estaban ya viejas y amarilleaban.
Por último, se sacó de debajo del cuello del jersey la cadenilla que llevaba colgando. Una fina cadena dorada con un pequeño colgante: una piedra roja engarzada en una cápsula del mismo material dorado de la cadena. La piedra refulgía suavemente. Esa cadena había colgado durante veinte años de su cuello, con su tremendo peso que nadie podría imaginar a simple vista. Una parte esencial de su castigo. Esperaba dejar pronto de llevarla; ansiaba el momento. Pero no se dirigiría a ellos para que se la quitaran: podía esperar un poco más. Se preguntó si tal vez la piedra delataría su presencia en la ciudad, y pensó que efectivamente así sería. Sólo tenía que ser paciente.
Se guardó de nuevo la cadenilla con la piedra y dejó las cosas sobre la mesa del salón, sin ordenar nada de momento; ya se ocuparía de eso. A continuación, salió en busca de algún sitio donde cenar.
No muy lejos de allí, pasando a través de la nube de miseria que ahora envolvía las noches de Blackpoint, encontró un restaurante. Entró, se sentó en una de las mesas, junto a una ventana, y esperó a que lo atendieran. A su alrededor, en las otras mesas y en la barra, había unos cuantos hombres con aspecto de trabajadores, silenciosos y cansados. Sonaba de fondo una radio que emitía viejos éxitos, que seguramente nadie escuchaba. La camarera que se acercó a atenderlo era una mujer de unos cuarenta, gruesa, con el pelo pajizo y una gran verruga en la cara. Tenía un aspecto tan cansado como el de sus clientes, aunque su expresión era afable.
–¿Qué va a tomar?
–Un filete con patatas y un trozo de tarta. De lo que tenga. Manzana, queso, cerezas... Da igual. Y una cerveza.
–Enseguida.
La camarera le trajo la cerveza y se volvió a la barra a esperar que el pedido saliera de la cocina. Blake se frotó los ojos y miró con pereza a su alrededor. El local estaba bastante tranquilo; nadie hablaba. Gente terminando su jornada, sin muchas ganas de fiesta. Sin proponérselo, casi sin darse cuenta, echó un vistazo a la superficie de sus mentes. Encontró lo de costumbre: preocupaciones, tristeza, soledad. El peso de los días acumulándose sobre las espaldas hasta hacerlas inclinarse. Éste podría perder pronto su empleo, y no sabía qué hacer; el otro había discutido con su mujer; el de más allá pensaba en el programa de televisión que vería esa noche. A la camarera le dolían mucho los riñones.
Se dio cuenta de que lo estaba haciendo otra vez, y se detuvo. No era muy respetuoso hacer eso, aunque tampoco creía que a ellos les fuera a importar mucho si lo supieran. Al fin y al cabo, hay más o menos la misma porquería en la cabeza de todo el mundo. En la suya también, por muy especial que fuera.
Uno de sus pecados era la curiosidad, desde luego. «Menos mal que es un pecadillo venial, y no uno capital», se dijo, y una sonrisa torcida cruzó su cara. Sólo le faltaría añadir más cargos a su condena. A menudo se preguntaba si no era la curiosidad lo que estuvo detrás de todo; si la Caída no tuvo otra causa que ésa. Aunque, de todas formas, hacía ya mucho que no pensaba en esas cosas. No era como los otros, siempre obsesionados con ese tema.
La camarera le trajo su plato y otro platillo más pequeño con el trozo de tarta. Le preguntó si quería algo más, y ante su negativa volvió a la barra de nuevo. Él cortó un trozo de filete y se lo llevó a la boca.
Y ya que pensaba en los otros, ¿qué habría sido de ellos? No era algo que le quitara el sueño, precisamente; hacía veinte años que fue desterrado, pero ya antes estaba harto de ellos, harto de esa comunidad sumida cada vez más en el oscurantismo, harto de ese necio de Theodor que había usurpado el liderazgo y que los llevaría al desastre. Ya no encontraba ningún sentido a nada de lo que hacían, y los lazos que lo unían a la comunidad habían llegado a parecerle una mera impostura. Necesitaba orientarse, y entonces comprendió que ellos nunca podrían ayudarle en eso. Finalmente, tras la muerte de Karen, supo que jamás pertenecería de nuevo a esa sociedad.
Daba por hecho que seguirían por el mismo camino, que habrían continuado esa deriva irracional que tan mal casaba con su nombre, los Señores de la Llama Eterna, el cual en otra época significó algo. En los tiempos de William, y antes de él. Decididamente, no tenía ningún interés personal en verlos. Le harían muchas preguntas a las que no quería responder, y por supuesto pretenderían que volviera con ellos, lo cual le apetecía todavía menos. Aun así, quedaban algunos miembros de la comunidad por los que todavía sentía afecto, y de los que se había acordado repetidas veces en su largo exilio. Stephen, Paul, June… y por supuesto Mike, que había sido su mejor amigo. No pudo evitar hacerse preguntas sobre ellos, ahora que estaba en la misma ciudad –y era capaz de captar tenuemente su presencia–. Es imposible olvidar del todo. ¿Cuánto tardarían en saber que había vuelto? ¿Lo sabrían ya, de hecho?
Lo poco que había visto ya confirmaba que había grandes diferencias en la ciudad: tanta miseria, y los Luna Negra a sus anchas fuera de su antiguo territorio… Tal vez se había producido un cambio en el reparto del poder. Y cualquier cambio en ese sentido podría afectarlo directamente, por más que él quisiera permanecer al margen de la emponzoñada política “subterránea” de Hellstown. De todas formas, sabía que estaba a punto de descubrirlo; no tardarían mucho en dar con él. Sólo esperaba tener todavía algunos amigos en la ciudad. Los desterrados que regresan no suelen ser la gente más popular.
No era a formol a lo que allí olía, sin embargo, sino a aire enrarecido y polvo. Buscó el cuadro eléctrico, lo encendió y las luces crepitaron tímidamente hasta encenderse. «Hágase la luz», se dijo; siempre era preferible a la oscuridad, por bien que se desenvolviera en ésta ‒al fin y al cabo, era un Señor de la Llama Eterna, y en algo se tendría que notar‒. Cerró la puerta, dejó caer allí mismo la bolsa y se dirigió a las ventanas para abrirlas y dejar que entrara el aire fresco de la calle. Sólo entonces se volvió y contempló el que había sido su hogar, y advirtió que la melancolía que sintió al llegar a la ciudad se hacía ahora mucho más intensa. Parecía como si estuviera soñando que había regresado, pero en realidad no lo hubiera hecho, sino que siguiera en su destierro, en cualquier lugar muy lejos de allí. Algo de él, en cualquier caso, no había vuelto, ni volvería nunca. Al menos comprobó que, afortunadamente, nada parecía estar fuera de lugar. Todo se veía en orden, tal y como él lo dejó. Nadie había entrado allí; la puerta estaba intacta.
Se encontraba en un amplio ático abuhardillado que constaba de una única y amplia estancia que era a la vez salón, dormitorio y cocina; tan sólo el cuarto de baño y un trastero estaban separados por tabiques. La luz era magnífica, esa luz rojiza de los crepúsculos de Hellstown, todo lo cálida que podía ser en esa ciudad maldita. Contempló la cama, sobre una gran alfombra redonda de color azul celeste, en un extremo. Esa cama, que había compartido tantas noches con Karen, y que no volverían a compartir. El calor de ella a su lado, que sería frío para siempre. Sintió que se precipitaba en un abismo de tristeza, así que dejó de mirarla. A su lado había un amplio armario de madera de cedro, donde ambos guardaban su ropa. En él quedaban cosas de Karen, así que se dijo que, al menos por el momento, no debería abrirlo siquiera.
Aunque el ático entero estaba cubierto de una densa capa de polvo, no era ése el momento de ponerse a limpiar. Además, estaba hambriento después del viaje; no había probado bocado desde el desayuno. Antes de salir, no obstante, se sentó en uno de los viejos sofás de piel ‒levantando una nubecilla de polvo‒ y sacó lo que llevaba en su macuto. La mayor parte era ropa; no mucha, pero muy buena y resistente. Varios gruesos jerséis, un par de viejos pantalones vaqueros y un par de botas, aparte de las que llevaba puestas, y una chaqueta de cuero, componían casi todo su vestuario, aparte de unas cuantas camisetas y mudas de ropa interior. Se había movido sobre todo por el norte, en los últimos años, y en especial por áreas rurales, huyendo de los hombres y de los suyos, que también suelen concentrarse en las ciudades.
Aparte de la ropa, sacó de la bolsa el resto de sus cosas: sus útiles personales y de aseo, que llevaba en una bolsa de cuero marrón bastante gastada; un montón de pequeñas libretas –en las que anotaba sus reflexiones y recuerdos–, algunas de las cuales tenían ya bastantes años, y que releía constantemente, pues sus recuerdos eran tantos que empezaban a confundirse en su cabeza; unos cuantos viejos medallones y amuletos, que llevaba sobre todo por su valor simbólico; y cómo no, una carterita también de piel en la que llevaba varias fotos pequeñas de Karen, fotos que no había dejado de mirar una y otra vez en la últimas dos décadas, y que estaban ya viejas y amarilleaban.
Por último, se sacó de debajo del cuello del jersey la cadenilla que llevaba colgando. Una fina cadena dorada con un pequeño colgante: una piedra roja engarzada en una cápsula del mismo material dorado de la cadena. La piedra refulgía suavemente. Esa cadena había colgado durante veinte años de su cuello, con su tremendo peso que nadie podría imaginar a simple vista. Una parte esencial de su castigo. Esperaba dejar pronto de llevarla; ansiaba el momento. Pero no se dirigiría a ellos para que se la quitaran: podía esperar un poco más. Se preguntó si tal vez la piedra delataría su presencia en la ciudad, y pensó que efectivamente así sería. Sólo tenía que ser paciente.
Se guardó de nuevo la cadenilla con la piedra y dejó las cosas sobre la mesa del salón, sin ordenar nada de momento; ya se ocuparía de eso. A continuación, salió en busca de algún sitio donde cenar.
No muy lejos de allí, pasando a través de la nube de miseria que ahora envolvía las noches de Blackpoint, encontró un restaurante. Entró, se sentó en una de las mesas, junto a una ventana, y esperó a que lo atendieran. A su alrededor, en las otras mesas y en la barra, había unos cuantos hombres con aspecto de trabajadores, silenciosos y cansados. Sonaba de fondo una radio que emitía viejos éxitos, que seguramente nadie escuchaba. La camarera que se acercó a atenderlo era una mujer de unos cuarenta, gruesa, con el pelo pajizo y una gran verruga en la cara. Tenía un aspecto tan cansado como el de sus clientes, aunque su expresión era afable.
–¿Qué va a tomar?
–Un filete con patatas y un trozo de tarta. De lo que tenga. Manzana, queso, cerezas... Da igual. Y una cerveza.
–Enseguida.
La camarera le trajo la cerveza y se volvió a la barra a esperar que el pedido saliera de la cocina. Blake se frotó los ojos y miró con pereza a su alrededor. El local estaba bastante tranquilo; nadie hablaba. Gente terminando su jornada, sin muchas ganas de fiesta. Sin proponérselo, casi sin darse cuenta, echó un vistazo a la superficie de sus mentes. Encontró lo de costumbre: preocupaciones, tristeza, soledad. El peso de los días acumulándose sobre las espaldas hasta hacerlas inclinarse. Éste podría perder pronto su empleo, y no sabía qué hacer; el otro había discutido con su mujer; el de más allá pensaba en el programa de televisión que vería esa noche. A la camarera le dolían mucho los riñones.
Se dio cuenta de que lo estaba haciendo otra vez, y se detuvo. No era muy respetuoso hacer eso, aunque tampoco creía que a ellos les fuera a importar mucho si lo supieran. Al fin y al cabo, hay más o menos la misma porquería en la cabeza de todo el mundo. En la suya también, por muy especial que fuera.
Uno de sus pecados era la curiosidad, desde luego. «Menos mal que es un pecadillo venial, y no uno capital», se dijo, y una sonrisa torcida cruzó su cara. Sólo le faltaría añadir más cargos a su condena. A menudo se preguntaba si no era la curiosidad lo que estuvo detrás de todo; si la Caída no tuvo otra causa que ésa. Aunque, de todas formas, hacía ya mucho que no pensaba en esas cosas. No era como los otros, siempre obsesionados con ese tema.
La camarera le trajo su plato y otro platillo más pequeño con el trozo de tarta. Le preguntó si quería algo más, y ante su negativa volvió a la barra de nuevo. Él cortó un trozo de filete y se lo llevó a la boca.
Y ya que pensaba en los otros, ¿qué habría sido de ellos? No era algo que le quitara el sueño, precisamente; hacía veinte años que fue desterrado, pero ya antes estaba harto de ellos, harto de esa comunidad sumida cada vez más en el oscurantismo, harto de ese necio de Theodor que había usurpado el liderazgo y que los llevaría al desastre. Ya no encontraba ningún sentido a nada de lo que hacían, y los lazos que lo unían a la comunidad habían llegado a parecerle una mera impostura. Necesitaba orientarse, y entonces comprendió que ellos nunca podrían ayudarle en eso. Finalmente, tras la muerte de Karen, supo que jamás pertenecería de nuevo a esa sociedad.
Daba por hecho que seguirían por el mismo camino, que habrían continuado esa deriva irracional que tan mal casaba con su nombre, los Señores de la Llama Eterna, el cual en otra época significó algo. En los tiempos de William, y antes de él. Decididamente, no tenía ningún interés personal en verlos. Le harían muchas preguntas a las que no quería responder, y por supuesto pretenderían que volviera con ellos, lo cual le apetecía todavía menos. Aun así, quedaban algunos miembros de la comunidad por los que todavía sentía afecto, y de los que se había acordado repetidas veces en su largo exilio. Stephen, Paul, June… y por supuesto Mike, que había sido su mejor amigo. No pudo evitar hacerse preguntas sobre ellos, ahora que estaba en la misma ciudad –y era capaz de captar tenuemente su presencia–. Es imposible olvidar del todo. ¿Cuánto tardarían en saber que había vuelto? ¿Lo sabrían ya, de hecho?
Lo poco que había visto ya confirmaba que había grandes diferencias en la ciudad: tanta miseria, y los Luna Negra a sus anchas fuera de su antiguo territorio… Tal vez se había producido un cambio en el reparto del poder. Y cualquier cambio en ese sentido podría afectarlo directamente, por más que él quisiera permanecer al margen de la emponzoñada política “subterránea” de Hellstown. De todas formas, sabía que estaba a punto de descubrirlo; no tardarían mucho en dar con él. Sólo esperaba tener todavía algunos amigos en la ciudad. Los desterrados que regresan no suelen ser la gente más popular.
Abre la novela y sigue leyendo
Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras
veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores
de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con
el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a
punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido,
Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la
desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus
enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal
relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo
aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la
destrucción se desatarán a su alrededor.
Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos
que combina el género noir, la fantasía gótica y el
terror de forma trepidante.
BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (digital): 9781370866335
Papel (15,90 €)
Digital (epub) (2,99 €)
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Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 2/12/2023)
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