Sigue los pasos de Salvador Morel por un Madrid oculto, lleno de rincones antiguos y mágicos, una ciudad poblada por seres sobrenaturales. El Alquimista es un relato (empieza a leerlo aquí) que ofrecemos a nuestros nuevos lectores para que se inicien en el mundo de los Repudiados.
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. Puche) son novelas de fantasía noir ambientadas en un mundo de ángeles caídos que sufren un eterno castigo viviendo ocultos entre los mortales. Una combinación de misterio, terror y melancolía. Publicadas por Grimald Libros.
EL ALQUIMISTA
Un relato sobre ángeles caídos
ambientado en el Madrid de posguerra
VI
En los días siguientes, Joanna se
mostró claramente inquieta, lo cual extrañó a Morel; pero ella negaba que eso
fuera verdad y le ponía excusas poco convincentes para hablar del tema. Finalmente,
tras una discusión, terminó siendo franca. Le explicó que cuando estuvo en
Francia, unos meses atrás, en realidad fue a negociar con unos tipos de allí,
una rama de la Logia Blanca. Se trataba de un influyente grupo de mortales
neo-cátaros iniciados en la Verdad ‒esto es, conocedores de la existencia de
los caídos‒. Los Almas Errantes la habían enviado para ello; les estaban proporcionando
información sobre los siervos mortales de la Autoridad de Madrid a cambio de
secretos jugosos de los clanes de los caídos dominantes en Francia, de cara a su
implantación en el país vecino. Algo, evidentemente, totalmente prohibido, una
violación de la Ley que implicaba un grave acto de traición. «Pero la política
es así», le dijo Joanna. «¿Cómo te crees que mantenemos nuestra posición aquí?
¡Porque tenemos información con la que negociar!»
El caso es que habían trascendido
detalles de esas negociaciones con los de la Logia Blanca; habían llegado
rumores de terceros a gente de Madrid, y se estaban haciendo verificaciones.
Eso ponía a Joanna en una situación delicadísima, puesto que era su misión y
sólo ella estaba al tanto del asunto, aparte de dos o tres del clan, superiores
a ella en la jerarquía, cuyas cabezas ahora dependían de que se echara tierra
sobre el asunto rápidamente. Y todo esto coincidía con que habían “limpiado” a
esos siervos pertenecientes al Régimen, y ahora, además, un Magistrado que estaba
investigando el caso había muerto. El asunto quemaba, y podría llevarse
por delante al clan. Y ella era el eslabón visible de esa cadena. Estaba muy
asustada, aunque no había querido que él lo notara. Antes quería cerciorarse de
la información que circulaba. Ella no se había ido de la lengua ‒no le había
hablado del asunto ni a él‒, pero los suyos creían que la había cagado de
alguna forma. «¿Cuántas veces has hablado con esos mortales?», le preguntó Morel.
«Sólo aquella vez que estuve fuera unos días; por eso no quise que vinieras
conmigo. Fue cuando conociste a Rodrigo; me lo presentaste poco después de mi
regreso». Morel estaba tan disgustado como ella preocupada. «Me lo tendrías que
haber contado», le recriminó». «Hay muchas cosas que no te cuento. Es por tu
bien». «Pues no te ha servido de nada», le espetó, y se hizo un violento silencio.
«¿Y qué va a pasar ahora», preguntó al fin Morel. «¿Deberíamos irnos?» «No, sería
como reconocer la culpa. Nos perseguirían adonde fuéramos. Tengo que quedarme y
afrontar lo que venga». Y eso que vendría, le explicó, era que los Almas
Errantes iban a someterla a un juicio interno, a espaldas de la Autoridad, por
supuesto. Pero, si la encontraban culpable de negligencia, se la venderían a la
Autoridad como la traidora y estaría acabada.
Con esa preocupación ante la
inminencia del juicio de Joanna se encontraba Morel mientras hablaba con el
Alquimista al día siguiente. Joanna no fue en esa ocasión; había ido a hablar
con Emilia Peñarol, una Sibarita muy mayor e influyente que la amadrinó en su Despertar
y cuya intercesión quería conseguir. Morel se ofreció a acompañarla, pero
prefirió ir sola. Así que él no anuló la cita que tenía con el Alquimista, pues
quedarse solo no le pareció mejor plan. Necesitaba alguna distracción.
Ese día quedaron en el piso del veterano caído en la calle Velázquez, para escuchar en su gramófono unos discos de jazz que le habían traído de Estados Unidos. Hizo que Rosa les sirviera un coñac añejo de veinticinco años y bebieron y escucharon música durante más de una hora casi prácticamente sin abrir la boca, como puede hacerlo sin sentirse incómodo quien ha desarrollado una gran confianza. A Morel le resultó un rato extremadamente agradable y relajante, después de tantas tensiones; se alegró mucho de haber ido a casa de su amigo. Incluso algunos pensamientos optimistas empezaron a cruzar su mente, y empezó a pensar que, como Joanna era inocente, no podía pasarle nada: todo se aclararía.
‒¿Algo te inquieta? ‒le preguntó
el Alquimista.
‒No, todo está bien ‒mintió.
‒¿Seguro? Algo parece tenerte lejos
de aquí.
‒No, no… es la música; es
evocadora. Sólo estaba teniendo… recuerdos.
‒Ya… Sabes que puedes confiarme
tus problemas, ¿verdad?
‒Sí, lo sé. Lo haré, descuida.
Pero todo marcha bien.
‒Me gusta que confíes en mí.
Porque lo haces, ¿no es así?
‒Claro que sí ‒contestó Morel,
mirando su vaso casi vacío.
‒Si tienes cualquier problema,
siempre puedes acudir a mí. No lo olvides, Salvador.
Siguieron escuchando música un
rato más, esos sonidos frescos y vigorosos que llegaban del otro lado del océano.
Imágenes de viajes y liberación cruzaron la mente de Morel mientras bebía otro
coñac que le había servido Rodrigo. Podría irse muy lejos con Joanna, cuando
todo se hubiese aclarado. Emprender un gran viaje. Salir de Madrid, en
cualquier caso; era lo único que había conocido hasta entonces. Lo cierto es
que Joanna parecía querer retenerlo allí… Esa música, ese delirio báquico de
saxofones y contrabajos, con esa forma salvaje de entender la percusión y el
ritmo; esa mezcla de lo africano y el Nuevo Mundo, revolvía su cabeza. Algo en
ella lo hechizaba, hacía que quisiera romper ataduras, liberarse de todas las
convenciones.
‒Es una música magnífica,
¿verdad? ‒le preguntó Rodrigo, como leyendo su mente‒. Yo soy un hombre
clásico, con muchos años a cuestas, pero no me cierro a nuevas experiencias cuando
son tan placenteras y significativas, cuando ensanchan los umbrales de los
sentidos con nuevos estímulos. ¿Tú eres partidario de experimentar cosas nuevas,
o te consideras más bien conservador en ese sentido?
‒Sí, claro… cómo no. La vida no
está hecha para repetir siempre las mismas vivencias. Sobre todo cuando, como
la nuestra, es larga, y da tiempo a experimentar un gran hastío. Tú de eso
sabes más que yo, por supuesto.
‒Oh, yo procuro huir del hastío
al precio que sea. En eso consiste vivir.
Se acabaron el coñac y el
Alquimista llamó a Rosa para que trajera bourbon que era fuego sedoso en
el paladar. «Para estar más a tono con el espíritu de esta música», le dijo a
Morel. «Es conveniente combinar experiencias análogas; el coñac es más europeo,
francés. Este licor es más acorde con la música, de su misma tierra. La
acompaña mejor». Y, en efecto, Morel sintió que deslizaba por una pendiente de
relax aún mayor. Podían beber mucho ‒el alcohol no les producía resaca si no bebían
litros y litros‒, y lo hicieron, mientras seguían deleitándose con la buena música
y la buena bebida.
Tras terminar de escuchar un tercer
disco, con el enloquecido ritmo que marcaba Charlie Parker, el Alquimista se
levantó de repente le dijo a Morel que lo acompañara. «Yo también puedo confiar
en ti, ¿verdad?», le preguntó un tanto enigmáticamente. «Por supuesto», le
respondió. «Hay cosas que me gustaría mostrarte, aunque hasta ahora no hayamos
hablado mucho de ellas. Pero sabes que tengo una fama, y nunca me has
preguntado mucho por ese tema. Hace ya meses que somos amigos, y nos hemos hecho
muchas confesiones. Ahora me gustaría mostrarte algo».
Salió del salón, con Morel
siguiéndolo vaso en la mano. Dijo en voz alta a Rosa que bajo ninguna circunstancia
debían ser molestados, y se escuchó la voz de la sirvienta contestar afirmativamente.
El anfitrión condujo a Morel a esa especie de despacho, su extraño y abigarrado
“lugar de trabajo”, atestado de trastos y recuerdos, que servía de antesala a
su magnífica biblioteca. Cerró la puerta, echó la llave ‒prendida de una
cadenita a su chaleco‒, y al hacerlo, lentamente la estancia comenzó a crecer.
El espacio se dilató; el escritorio se alejó de los estantes y del pedestal con
la esfera armilar; el suelo de madera se “daba de sí” y de él emergían,
desplegándose como plantas creciendo a cámara rápida, nuevos muebles. Apareció
así parsimoniosamente una gran mesa de trabajo cubierta de redomas, papeles y cachivaches;
también algunas mesitas auxiliares de metal, cubiertas de toda clase de cosas: instrumental
de laboratorio moderno, libros y mapas antiguos y cosas que parecían de anticuario,
todo ello amalgamado sin aparente sentido. Morel se quedó mirando una exquisita
figurilla de una Venus, o quizá una Isis, tallada en marfil, que se hallaba
insólitamente entre frascos de cristal con etiquetas que indicaban componentes
químicos. Todo formaba un divertido caos. Entretanto, las paredes se curvaban y
abovedaban; cuando por fin el suelo dejó de expandirse, la habitación se había
transformado en una sala de aspecto gótico, con una elevada bóveda de crucería
y arcos ojivales abiertos en las paredes, por los que entraba una tenue luz
crepuscular ‒aunque, naturalmente, no eran visibles desde fuera, porque no
había ningún “afuera”: estaban en el Otro Lado, en un espacio dentro del
espacio físico convencional‒. Otra magnífica obra de arquitectura metafísica.
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‒¿Has construido tú esto? ‒preguntó Morel, admirado.
‒Sí. Quería reconstruir mi
laboratorio en Toledo, en la Ciudad Mágica, en el que trabajé hace ya un par de
siglos. Yo lo heredé de mi mentor, el que me introdujo en el Arte. ¿Sabes algo
del Arte?
‒Sólo de oídas. La alquimia ya no
se enseña a los más jóvenes. Creo que se está perdiendo, como casi todo lo
demás.
‒Siempre fue para iniciados
selectos, pero sí, las viejas disciplinas se están perdiendo. Los neófitos se
contentan con trucos de trileros y efectismos baratos. Y así sus maestros se
garantizan que no escaparán a su control. No me extraña que el Poder esté hoy tan
diluido, y eso al margen de que esta época de escepticismo y secularización se rompan
todos los vínculos primordiales con su Fuente.
Morel calló unos segundos.
‒Aquí es donde realmente trabajas,
entonces. Quiero decir… en este otro aquí.
‒Sí, ésta es mi oficina ‒contestó
jocoso‒. Mi trabajo, de todas formas, no es como tu puedas imaginártelo.
‒¿Ah, no?
Lo cierto es que Morel hubiera
imaginado su laboratorio lleno de redomas, matraces, ampollas, hornillos, y
demás materiales de esa primitiva química esotérica que fue le alquimia. Ciertamente,
tenía un aspecto diferente al que hubiera esperado.
‒Necesito saber que tu discreción
será absoluta ‒le dijo el Alquimista, muy serio.
‒Claro. Cuenta con ello.
‒No. Necesito algo más.
Morel es encogió de hombros.
‒¿Cómo puedo garantizártelo?
De un pequeño anaquel, el
Alquimista sacó una daga ornamentada de aspecto ceremonial. Tenía una serpiente
de bronce enrollada como empuñadura. Era un objeto evidentemente antiquísimo;
tanto, como que podría haber sido del Antiguo Egipto.
‒Esto es un Testigo de la Palabra
‒explicó el Alquimista‒. Sabrá si incumples el juramento dado y te causará un
dolor insoportable si lo haces. Da igual el tiempo que haya pasado o lo lejos
que estés. Crea un vínculo irrompible. Si ahora me juras que nunca dirás nada
de lo que veas y oigas aquí y lo incumples, sentirás cómo este filo se clava en
tu carne una y otra vez, cómo te acuchilla sin descanso hasta el día de tu
muerte. No podrás soportarlo. Te quitarás la vida.
‒Eh… Puedes confiar en mí. No
fallaré a mi palabra, de verdad.
‒¿Lo jurarás, entonces?
Tímidamente, Morel dijo que sí. No
podía echarse atrás en ese momento sin perder la confianza de su amigo.
‒Di que nunca revelarás nada de
lo que aquí y ahora voy a mostrarte.
Morel lo dijo. Y el Alquimista,
con la daga en la mano izquierda, hizo unos gestos con la derecha y susurró
unas palabras en lo que a Morel le pareció griego antiguo.
‒Júralo.
Morel juró.
‒Ahora, derrama tu sangre. Una
gota bastará, y la Palabra dada estará tomada para siempre.
‒¿Da igual dónde?
‒Sí.
Morel dejó el vaso de bourbon
sobre el escritorio, empuñó la daga y se pinchó en la yema de un dedo con la
afiladísima punta. Derramó una gota de sangre y en ese momento la hoja de la daga
resplandeció. Se la devolvió al Alquimista, que pasó la mano a lo largo del
filo y murmuró algo de nuevo. El tenue resplandor se apagó, y el Alquimista puso
la daga de nuevo donde estaba. Miró a Morel con el ceño fruncido y le explicó.
‒Como sabrás, aunque nunca hayas
preguntado al respecto, yo fabrico cosas para otros; preparo elixires, amuletos
y pócimas, pero eso es lo de menos. El Arte no tiene como propósito servir para
algo tan bajo. Éste es un uso menor del conocimiento, meramente exotérico; de hecho,
si sirve de algo es para distraer de las verdades que siempre han sido el
centro del saber. Se habla mucho de metales y reactivos, de ácidos y bases, pero
son sólo elementos sobre los que trabajar simbólicamente. Es en el trabajo
simbólico, en la ritualidad llevada a cabo mediante esos materiales, donde está
el auténtico Arte. Lo material sirve para invocar lo espiritual, pero ni
siquiera es necesario; yo hace muchísimo tiempo que no lo necesito. Ésa sólo es
una fase iniciática. La genuina materia prima del Arte no son sustancias
materiales que convertir en oro, eso es una vulgaridad. Y aunque pueda hacerse,
que se puede, sólo es la metáfora de una transmutación mucho más importante.
‒¿Y cuál es entonces esa materia
prima?
‒Son las emociones.
‒¿Cómo? ¿Emociones? ¿Qué se hace
con eso?
‒¿Qué se hace? ¡Todo! El mundo
entero. Las emociones son poder. El Arte no es más que la capacidad de
manipular las emociones; de saber cómo usarlas. Obtenerlas, atesorarlas, darles
forma y emplearlas con un fin. La materia prima de la Alquimia son emociones y
palabras, no las sustancias de un laboratorio. A través de estas últimas se
llegó al gran secreto, es cierto. Se buscaba una cosa, pero se encontró otra. Por
eso, la química siguió su camino por un lado, por el material, pero la Alquimia
siguió por otro, el espiritual. Una no desembocó en la otra, sino que se
separaron. De ahí surgieron también esas formas de proselitismo de mortales que
habían oído algunos secretos: el hermetismo, la masonería, la teosofía y demás
teonterías. Pero aún quedamos algunos que cultivamos el auténtico Sendero de
las Transformaciones. Encontramos las mejores emociones y las destilamos.
‒¿Las mejores? ¿Y qué las hace mejores? Me cuesta seguirte.
‒Por supuesto, no valen todas
igual. Las hay excelentes y las anodinas, inservibles. Unas son material idóneo
para el Opus Mysticum, las otras no valen nada. Hay que seleccionar las mejores.
Como las buenas añadas de los vinos, o licores como ese bourbon. Hay que
saber escoger a los sujetos adecuados.
‒¿A qué sujetos te refieres? ‒preguntó
Morel, enarcando una ceja. El Alquimista dudó antes de proseguir.
‒Mortales, por supuesto… Los más
puros, por así decirlo. Los que poseen una energía vital idónea. Hay que
encontrarlos, extraérsela y guardarla.
‒¿Y qué tipo de cosas se puede hacer
con ella?
‒Oh, de todo. La energía puede
adoptar infinitas formas. Sólo la imaginación limita el saber. Se pueden crear toda
clase de curas y lenitivos, se puede intensificar cualquier rasgo personal
hasta límites insospechados, se pueden conseguir toda clase de ventajas en la
vida.
‒Pero el principal cometido de la
Obra fue siempre alargar la vida, ¿verdad? En eso consiste la Piedra Filosofal.
‒Por supuesto, aunque la mera
prolongación de la vida es algo ridículamente prosaico. Naturalmente, siempre
fue el anhelo de los mortales, no el nuestro.
Morel dudó antes de preguntar:
‒¿Tú has alargado la tuya así?
‒Claro ‒contestó, encogiéndose de
hombros‒. Pero no es el fin del Arte, como te digo, sino un medio para otras
cosas. Ars longa, vita brevis. Yo tengo algo grande que hacer antes de
la siguiente encarnación, y necesito tiempo.
Tomó una libreta abierta que
había sobre una mesita, llena de notas garrapateadas con una letra menuda y con
muchos papeles de distintos colores intercalados entre sus páginas; la agitó
delante de él, un tanto exaltado. Morel advirtió que la tinta de algunas
palabras parecía resplandecer.
‒¡Lo importante no es la transformación
de la materia, sino la del espíritu! ‒siguió diciendo el Alquimista‒. ¿Recuerdas
nuestra conversación sobre la literatura, aquel día, la primera vez que
estuviste aquí?
‒Perfectamente.
‒Quizá ahora no lo puedas
entender, pero por ahí va el Camino. El verdadero Arte está en la escritura, una
escritura que no emplea tinta como material, sino vida; una escritura entendida
como transformación alquímica, una orfebrería del alma; atrapar el alma con las
palabras. No se trata de describir, sino de crear. No es componer ficciones, es
producir realidad. Por supuesto, ahora no puedes entenderme. Aún no. El lógos,
el Verbo, es mucho más que una forma de transmisión de información; no es
simple memoria fijada.
‒Rodrigo, hace un rato que me he
perdido. No sé adónde quieres ir a parar.
‒No importa... Espero que algún
día puedas comprenderlo. Sé que lo harás.
Morel miró el reloj y vio que se
había hecho muy tarde, aunque no estaba seguro de que el tiempo allí fluyera
igual que en el exterior. Le dijo a su amigo que tenía que irse, y éste le
dijo:
‒Está bien. Llévate la estatuilla
de Isis. Sé que te ha llamado la atención, quiero regalártela. Es un recuerdo
bonito para mí, tiene una larga historia. Por eso quiero que la tengas tú.
Quitó la llave de la cerradura,
donde la había dejado puesta, y la sala volvió lentamente a su anterior
disposición. Sólo entonces abrieron la puerta y salieron.
Al salir a la calle, camino de
casa, Morel empezó a sentirse peor; el bienestar y el relax de los que se había
embriagado en el piso de Rodrigo se diluyeron rápidamente. Se vio acosado por
una ola de pesimismo, tras aquellas horas de dulce olvido, en las que ‒se daba
cuenta ahora‒ no había pensado en Joanna y sus problemas. De camino al
apartamento, de vuelta a ella, Morel tuvo por primera vez la clara sospecha de que
el Alquimista alteraba de algún modo intencionado su estado de ánimo, y que
llevaba tiempo haciéndolo. Sin embargo, lo estimaba mucho y le honraba que le
hubiera revelado esos aspectos de su Arte, aunque tampoco había entendido muy
bien su propósito. Ideas contradictorias se agolpaban en su cabeza; se sentía muy
atraído por ese camino mágico-estético que le había hecho vislumbrar, pese a
que intuía algo extraño en sus intenciones. Pero parecía más serio, más real,
que lo que hacía con los suyos, los Almas Errantes, que eran simples
contempladores, estetas ociosos. Le daba la impresión de que Rodrigo quería
tentarlo con la promesa de una vida distinta a la que estaba destinado. Y se lo
pensó, porque sentía cierto hastío.
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¿Se hacen los demonios preguntas acerca de su propia existencia? ¿Les preocupa saber quiénes son, qué son? ¿Están obsesionados por su destino? Cómo no... Y sus textos, o los de aquellos mortales que los han conocido, lo reflejan muy bien.
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