Hay un Madrid oculto, de rincones antiguos escondidos a los ojos mortales, una ciudad sobrenatural que se solapa con la ciudad física... ¿Quieres descubrirla? Sigue los pasos de Salvador Morel por esos pasajes oscuros. El Alquimista es un relato (empieza a leerlo aquí) que ofrecemos a nuestros nuevos lectores para que se introduzcan en el mundo de los Repudiados.
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche) son novelas de fantasía noir ambientadas en un mundo de ángeles caídos que sufren un eterno castigo viviendo ocultos entre los mortales. Una combinación de misterio, terror y melancolía. Publicadas por Grimald Libros.
EL ALQUIMISTA
Un relato sobre ángeles caídos
ambientado en el Madrid de posguerra
V
Las construcciones de los
Fabricantes, que moldean el espacio-tiempo, dan lugar a las más caprichosas e
increíbles arquitecturas. Los conocimientos de estos caídos, a medio camino
entre el saber arcano y la tecnología, les permiten crear estructuras
maravillosas que en parte pertenecen a este mundo y en parte no. Son “no-lugares”
que los mortales no pueden percibir, y a los que desde, desde luego, no pueden
acceder; forman una densa red mediante la cual los caídos ensanchan las
constricciones de la materia, y constituye, por tanto, un elemento fundamental
de su submundo oculto. Ese “otro” espacio-tiempo es a lo que llaman el Otro
Lado, o el Limbo, y de más formas. Una ampliación de este plano de la
realidad, con ilimitadas posibilidades. Así, por ejemplo, una oxidada puerta en
un callejón sin salida, atrancada hace décadas, tras la que un mortal que la
echara abajo sólo encontraría una antigua taberna que cerró cincuenta años
atrás, puede abrirse para un caído a un enorme local donde los suyos se reúnen
para jugar a juegos milenarios y consumir toda clase de vicios y perversiones.
En la capilla de una iglesia del siglo XVI, en uno de los muros laterales de
piedra, se abre, invisible, el corredor que conduce a un punto en el otro
extremo de la ciudad, a una cámara donde se reúne un clan, en lujosos salones
de mármol con paredes cubiertas de cuadros y tapices, lejos de miradas
indiscretas. El pedestal de una estatua en un parque público, cuando es
atravesado por un caído, puede hacerlo aparecer en plena calle Mayor, frente a un
sorprendido viandante que un momento antes no veía a esa persona delante de sí.
Naturalmente, estas entradas y salidas deben hacerse con la máxima discreción,
y no respetarla es motivo de rigurosos castigos; permanecer en el silencio es la
clave de la supervivencia de los caídos.
Esa red de portales, corredores y
estancias inexistentes para los mortales es una de las columnas que sostienen
la sociedad de los Primeros Hijos; una red que trabajan durante siglos y
milenios hasta formar ciudades dentro de las ciudades mortales. Como no están
en el espacio-tiempo normal, esos elementos permanecen donde son construidos,
aunque en el plano físico convencional se lleven a cabo destrucciones y reconstrucciones,
de modo que se solapan con cualquier otra estructura física posterior. Son como
“agujeros de topo”, como los llaman también, una densa malla que les permite
moverse a través de atajos por toda una ciudad ‒incluso extensiones mayores, a
veces‒ entrando por un punto y saliendo por otro. Morel, como los demás
Repudiados de Madrid, se desplazaba por ella a menudo para frecuentar los
lugares exclusivos de su gente. Sitios de una belleza indescriptible, donde se
reunían para disfrutar de creaciones estéticas lejos de las miradas vulgares e
ignorantes de los mortales; sitios selectos, clubes donde sólo los caídos de
cierto clan o estatus podían entrar y donde se conversaba sobre temas de gran
importancia y se ejercían importantes influencias; sitios de una sordidez terrorífica,
donde todos los vicios y placeres podían saciarse; sitios para reunirse clandestinamente,
a escondidas no sólo de los mortales, sino de la propia Autoridad de los
caídos. Pues donde hay una Autoridad, hay quien intenta burlarla. Y está en la
naturaleza de los caídos querer burlar toda autoridad.
A Morel le entusiasmaba el Madrid
del Otro Lado, en el que se solapaban toda clase de creaciones de distintas
épocas: medievales, renacentistas, barrocas… Caminaba sin rumbo por las calles
convencionales de la ciudad y veía que un viejo convento del XVIII tenía
una esbelta torre saliéndole de un lugar inverisímil, el resto en el Limbo de
la iglesia que ocupó antes ese solar, un campanario neogótico rematado en largas
agujas, con terribles gárgolas en sus esquinas. Dentro de unos grandes
almacenes textiles encontraba una larga escalinata de piedra ‒se entraba a
través de los actuales lavabos‒ que se elevaba, por dentro del edificio, hasta
una cámara en la que una de los suyos, una Solitaria ya envejecida, vendía
artefactos sobrenaturales y pócimas, todo ello de lo más básico, baratijas del
mundo de los caídos. En las mismas calles en las que se levantaban edificios de
viviendas del siglo XIX, burgueses y monótonos, él notaba cómo se fundían
con largos muros de ladrillo y ventanas enrejadas, y de vez en cuando se abría,
en mitad de una fachada cualquiera, una gran puerta de madera tachonada sobre
la que se pendía un escudo heráldico, uno de tantos antiguos emblemas que aún testimoniaban
los títulos de caballeros e hidalgos que habían ostentado entre los mortales los
caídos que mandaron construir aquello siglos atrás.
Aquel Madrid de posguerra se mezclaba
con los vestigios de otro Madrid ya desaparecido, elementos de todas las épocas
aglutinados tan sólo por el característico sabor castellano; todo ello estaba
envuelto en una singular aura, rodeado de sombras y por una especie de neblina
que, naturalmente, los mortales no captaban. Los caídos, en cambio, perciben
esas intensas y características auras con un sexto sentido que no les podrían
describir a aquéllos; pues las auras realmente no se ven, se sienten en
la piel, como una proximidad, un temblor, algo que hace erizarse el vello; se
captan espiritualmente, mientras que los mortales sólo perciben a través
de los sentidos físicos. Aunque hay algunos, muy pocos, que pueden captar el
Otro Lado, los llamados Videntes o Despiertos. Aun así, su interacción con este
submundo es muy limitada, al estar limitados a la carne.
En sus largas exploraciones, que
necesitaba como el comer o el dormir, porque así “oxigenaba” su espíritu
‒llegaba un momento en que hasta la contemplación estética junto a los Almas
Errantes le causaba hastío‒, Morel se empapaba de la ciudad, que estaba de una
forma prácticamente literal viva; y eso pese a la guerra, la ruina y la pobreza
que la habían asolado pocos años antes y cuyas consecuencias aún duraban. Morel
sentía su respiración, su tenue y acompasado ritmo, en tabernas, plazas y
bulevares. Cruzaba frecuentemente la Plaza Mayor, y solía coger la salida que
baja hacia Lavapiés, llena de cafés y tascas, de ambiente denso y animado;
paseaba por el parque de El Capricho y se demoraba un buen rato junto al magnífico
Templete de Baco; se sentaba sin prisas en la basílica de San Francisco el
Grande para admirar su ornamentada
capilla mayor... Solía hacer estos recorridos solo, aunque alguna vez iba
acompañado por Joanna; pero ésta habitualmente tenía obligaciones para con la
familia, que dependían de su puesto en la jerarquía ‒él todavía no las había
adquirido, y de ahí su libertad‒. Además, ambos eran bastante independientes y
les gustaba tener sus momentos y espacios para sí mismos. Así pues, Morel vagaba
meditabundo por un Madrid entre mágico y castizo, con un pie en lo sobrenatural
y el otro en lo más prosaico; un Madrid de piedra, mármol y oro y otro de
paredes desconchadas, aceras abiertas y olor a gallinejas y entresijos. Y ambas
cosas le atraían igual.
Es verdad que había una gran
inseguridad que el estado cuasi-marcial y la brutal policía del régimen apenas
podían controlar; donde hay miseria hay delincuencia, y en esos tiempos había
mucha miseria. Se pasaba hambre, y frío en invierno, y en general cundía el resentimiento.
Los instintos más bajos estaban muy despiertos. Y Morel, que tenía muchos
recuerdos de su vida anterior ‒cada vez más, a medida que progresaba en la introspección
y la anámnesis e incrementaba así sus capacidades‒, comprendía perfectamente lo
que era eso. Vivir al límite, jugártela cada día para comer, hacer equilibrio
sobre el filo de la navaja, con la policía pisándote los talones y la certeza
de que, si te pillan, no habrá juicio: te pegarán cuatro tiros y aparecerás en
una zanja de obra. Él había sido delincuente, en su vida anterior, que terminó
trágicamente hacia el año de la Gripe, aunque no lo mató ésta, sino la
violencia. Había sido miembro de una banda de atracadores y pistoleros del sur
de la ciudad; había llevado navaja y revólver y había usado ambos contra otras
personas. Tenía las manos machadas de sangre. Al Morel de esta vida ‒la actual
reencarnación de una y la misma alma inmortal, castigada a la metempsícosis por
toda la eternidad‒ su anterior existencia le repugnaba: lo que él había sido,
el daño que había hecho. Por eso, las armas le repugnaban, especialmente las de
fuego. La sola idea de tocar una le daba náuseas, y se prometió que nunca lo
haría; y creyó fácil cumplirlo, dado su actual estatus social y la protección
con la que contaba. No podía imaginarse lo ingenuo que estaba siendo.
Una de sus largas caminatas lo
condujo hasta el Palacio de Linares, en aquellos años vacío y ruinoso, pues un
bombardeo lo había dañado. Un edificio rodeado de leyenda negra entre los
mortales, que creían que estaba maldito y que en él se aparecían los difuntos.
Y en cierto sentido tenían razón, aunque no entendieran por qué. En las obras
del Palacio, cuyos arquitectos fueron Colubí y Ombrecht, intervino también un
Fabricante caído que dejó su impronta; se trataba, en realidad, de una
importante construcción del Otro Lado, con un reverso en el Limbo que albergaba
una torre astronómica de unas quince plantas de altura. Un sitio poderoso. Las
“ampliaciones” de la realidad llevadas a cabo por los Fabricantes a veces rozan
los límites de otro plano de la realidad, el Abismo, donde moran los Antiguos
desde el origen de los tiempos. Son seres tan antiguos como el Demiurgo, que
los confinó en esa dimensión cuando organizó el actual cosmos, y desde entonces
aguardan para escapar y destruir su Creación, el universo material. Esos seres
primordiales, así como las criaturas menores que los sirven, son arcaicos hasta
en comparación con los caídos, y los destruirían junto a todo lo demás si consiguieran
escapar. El Abismo, también llamado Infierno o Tártaro, es increíblemente
aterrador y peligroso. Y, sin embargo, cuanto más se acerca una construcción
del Otro Lado a esas líneas invisibles que separan este universo del Abismo,
más poderosas son y mayores pueden ser sus capacidades sobrenaturales. Por
ello, los Fabricantes han de ser increíblemente cuidadosos en sus cálculos para
no dejar escapar nada de ahí “abajo”, pero esa tentación siempre ha estado ahí;
por eso mismo, se habían decretado estrictos límites a esas creaciones tan
ambiciosas. El Palacio de Liria rayaba esos límites; allí ocurrían cosas muy
extrañas porque las leyes de la física dejaban de tener efecto. De ahí su negra
fama entre los mortales, que envolvían todo lo que no podían entender en las neblinas
de la ignorancia, como siempre lo habían hecho sus diversas mitologías.
Los caídos encargados de velar para
que no se abrieran grietas entre los planos, así como de destruir a
cualquier criatura al servicio de los Antiguos que consiguiera escapar, eran
los Vigilantes. Se trataba de un cuerpo muy reducido, la élite entre los
caídos, con un inmenso prestigio y grandes hazañas del pasado en su haber; pero
en los tiempos modernos su trabajo se había reducido bastante, en comparación
con la Antigüedad y el Medioevo. El cambio de vida, el predominio de la ciencia
y la industrialización, parecían haber “separado” más ambos mundos ‒al parecer,
la fe de los mortales creaba vínculos que no habían dejado de
debilitarse en los dos últimos siglos‒. Así que en Madrid quedaban muy pocos
Vigilantes, pero muy de cuando en cuando Morel se encontraba con alguno de ellos.
Fue precisamente ese día, delante del Palacio de Liria, cuando se topó con uno,
Ignacio Ordoñez. Lo conocía de vista, porque había acudido a varios actos
sociales de los Sibaritas; este Ordoñez parecía un cazador refinado. Intercambiaron
los típicos saludos protocolarios entre caídos que se cruzaban por la ciudad, y
algunas palabras más. Fue a través de Ordóñez como Morel se enteró de algo
trascendente, más de lo que en ese momento le pareció. Uno de los siervos
mortales a los que habían “limpiado” era un alto funcionario franquista que les
había conseguido muchas cosas; estaba al tanto de quiénes eran. La
novedad: las pesquisas habían establecido que un caído de la ciudad era el
autor, aunque éste había borrado tan hábilmente la mente del funcionario como
para no poder sacar de ella su identidad. La Autoridad ofrecía una sustanciosa recompensa
a cualquiera que supiera algo, y la gente ya estaba buscándolo con ansias. A Morel
no le interesaba mucho el tema, aunque lo fingió ante Ordóñez. Ni le interesa el
tema, ni la Autoridad, ni la Ley; él se consideraba un esteta al margen de
todas esas cosas.
Otro día, Joanna y él quedaron
para comer en Lhardy con el Alquimista, invitados por éste. En los últimos
meses se habían hecho muy amigos, y quedaban con cierta frecuencia; por lo
general fuera, para comer o cenar, quizá tomar el café o el aperitivo, en
buenos sitos de la ciudad. A “don Rodrigo” lo conocían en todas partes y nunca
tenía problema para conseguir mesa. La pareja y el enigmático anciano tenían
ahora mucha confianza; el primero estimaba mucho a Morel, aunque éste no
entendía qué podía interesarle de él, dado que no estaba a la altura de sus
conocimientos y experiencias. Pero el viejo ángel caído siempre le decía que
sus puntos de vista eran frescos y novedosos, que su generación traía cosas muy
sugerentes a la sangre vieja de la aristocracia local. Y ciertamente, le
hacía hablar mucho y lo escuchaba atentamente. En alguna ocasión incluso le
dijo que, mientras hablaba, su aura cobraba “tonalidades exquisitas”, cosa que
él nunca entendió muy bien. Recíprocamente, pero de forma más justificada, el
Alquimista le resultaba fascinante a Morel; era el mejor conversador que
hubiera conocido. Siempre tenía algo pertinente que contar: una anécdota graciosa
que implicaba a grandes nombres del pasado, una reflexión basada en sus
profundos conocimientos humanísticos y artísticos, una visión que parecía profética
acerca del destino de Europa tras la guerra y del nuevo mundo que se estaba
configurando...
A Joanna también le parecía un hombre encantador, y de muy buen grado compartía aquellas largas sobremesas de copa y ‒en el caso del Alquimista‒ puro, las interminables tardes y noches en salones y terrazas del Centro, Retiro, Salamanca, Chamberí… Conversaciones relajadas y placenteras en las que el tiempo parecía detenerse; hasta el punto, lo habían constatado los dos, de producir una agradable somnolencia, una sensación de embriaguez extraña en los caídos, cuyo metabolismo les permite resistir altas cantidades de alcohol y drogas para llegar a experimentar esos efectos balsámicos. Era una curiosa sensación de bienestar. A Morel, a veces algo dubitativo, le parecía que los intereses del viejo se iban más bien detrás de Joanna que de él; que ése y no otro era el motivo de sus invitaciones y de aquel sempiterno buen talante. Pero lo cierto es que a menudo, la mitad de las veces quizá, estaban solos ellos dos, pues Joanna tenía que atender sus obligaciones hacia la familia, y pese a ello el Alquimista era igual de agradable, interesante y gracioso; pero bueno, se decía Morel, pudiera estar manteniendo la excusa para ver en otras ocasiones a la hermosa joven. Aun así, no era celoso, y no pensaba ni por un momento que Rodrigo ‒ya lo llamaba así, incluso para sus adentros‒ fuera a intentar nada: simplemente era un hombre de muchos, muchos años y le gustaban la belleza y la lozanía. Un ligerísimo flirteo nunca hizo daño a nadie que no fuera de una inseguridad enfermiza, y Morel no era así. Sentía otras incertidumbres, pero no ésa.
Cuando el camarero les trajo el
segundo plato ‒entrecot a la pimienta para Morel, perdiz escabechada para Joanna,
ternera Strogonoff para el Alquimista‒ estaban hablando, cómo no, sobre el
tema entre la comunidad de los caídos de Madrid: los siervos mortales a
los que alguien había sacado información delicada. Al Alquimista le hacía
gracia:
‒Y ahora dirán que van a
averiguar rápidamente quién ha sido y que impedirán que la información se
difunda. Esa información la tendrán ya en Pekín, a estas horas. Esos inútiles burócratas
de la Autoridad y su forma de hacer las cosas, de confiar asuntos a esos
mortales…
‒Pero tienen medios para
atraparlos, ¿no crees? ‒dijo Joanna‒. Ahora mismo estarán moviendo cielo y
tierra. Nosotros nunca hemos sido muy afines a la Autoridad, pero no me pondría
en el pellejo de quien quiera que haya sido.
‒¡Bah! ‒exclamó el Alquimista,
pinchando un trozo de ternera con setas y llevándoselo a la boca con deleite‒.
No podrían atrapar ni una tórtola aunque estuviera haciendo un nido sobre sus
cabezas.
Joanna se rio.
‒De todas formas, ese riesgo
siempre habrá existido, ¿no? En todas las épocas se habrá tenido que confiar en
los mortales ciertos aspectos de la gestión ‒intervino Morel.
‒Oh, sí, eso siempre ha sido así.
Pero en otras épocas se era más… ‒escogió bien la palabra‒ firme con
ellos. Se les lavaba el cerebro sin más, o se les metía el miedo en el cuerpo
con el infierno o cualquiera de esas tonterías sobre las que no tenemos
potestad alguna. Demostraciones de poder, trucos de manos, ya sabéis. No como
ahora, que sólo se les ofrece una recompensa por su fidelidad. Se lleva todo
como una empresa. Has escogido bien la palabra, porque de eso va todo: gestión.
Pero el poder tiene que ser más que gestión. Ha de ejercerse por el miedo al
castigo, no por la esperanza de la recompensa. Así, al final, o te traicionan o
un tercero moja pan en tu plato. Como ha pasado ahora.
‒De todas formas, las disputas
internas dentro de la Autoridad, entre los Marqueses y los Antorchas, le impiden
controlar bien a sus lacayos. En realidad, no hay nadie al timón, sólo
intereses coyunturales ‒añadió Joanna.
‒Totalmente de acuerdo. Por mí,
mejor así; no es que me interese que haya un poder sólido. Siempre he sido un
tanto anarquista. No como esos de ahora, claro, los de las bombas y las
comunas. No, más bien un individualista estético, a lo Montaigne.
‒Pero eso… ‒iba a contestar
Morel.
‒Naturalmente, querido amigo: es
que el derecho a ser un individuo hay que ganárselo. Es una cuestión de poder,
por supuesto. Hay quien merece los placeres selectos y quien tiene que trabajar
para proporcionárselos a otros. Nosotros estamos entre los primeros; los
mortales entre los segundos. Y es justo que así sea. ¿Qué tal vuestros platos,
por cierto? ¿Son de vuestro agrado?
‒El mío está delicioso ‒contestó
Joanna.
‒Muy bueno ‒dijo Morel.
‒El mío es una maravilla. Este
sitio nunca decepciona. Por eso estoy abonado, como a los toros ‒dijo,
riéndose‒. La comida es algo extraordinario, mucho más que una mera necesidad o
un placer… La única comunión verdadera la da el comer juntos, eso el
cristianismo supo verlo bien y lo codificó como sacramento. Comer el cuerpo y
beber la sangre de Cristo. Comer juntos para ser uno, para formar una comunidad.
Una real.
Con un gesto llamó al camarero y
le pidió una botella de un excelente Rioja de quince años. Les sirvió y
bebieron. Como siempre con ese hombre, la conversación fluía relajada y dulce,
como aquel vino.
Morel lo escuchaba embriagado, a
lo que estaba ya acostumbrado, cuando reparó una vez más en esa curiosa ampolla
que colgaba de su cuello.
‒¿Puedo preguntarte por ese colgante?
¿Es un talismán, quizá, o…?
‒¿Esto? Es sólo un viejo recuerdo,
con más valor sentimental que material. Me gusta llevarlo; quizá me lo hayas
visto en otras ocasiones, y por eso preguntas, ¿verdad? Me lo regaló una
persona muy amada hace mucho tiempo... Mucho antes de que vosotros hubierais
nacido… y vuestros padres.
Por algún motivo que no era capaz
de comprender, esa ampolla llamaba poderosamente la atención de Morel, que la veía
como algo más que un recuerdo sentimental. Algo emanaba de ella, por así
decirlo, aunque tenía sensaciones confusas al respecto. Era como si emitiera
algún tipo de “ruido” espiritual, algo que no era capaz de enfocar. Ya se lo
había comentado a Joanna en alguna otra ocasión, pero ella ‒que, efectivamente,
se había fijado en el colgante‒ decía que no notaba nada fuera de lo normal. Sin
embargo, y esto era lo más importante, Morel notó algo no de todo sincero
cuando el Alquimista le contestó eso, quitándole importancia; igual que cuando
hizo burlas sobre la Autoridad, le pareció que había algo más detrás de sus
comentarios. Callaba más de lo que decía, o mejor dicho, decía para callar.
Y de nuevo, además, esa forma de anticiparse a sus palabras, de saber lo que iba
a preguntar, lo cual, en teoría, no es posible entre caídos. Aunque él era
mayor y poderoso, claro. Muchísimo más que él. Pero había algo de lo que Morel,
en su fuero interno, y hasta en contra de sus propios sentimientos, empezaba a
recelar. Él siempre sabía cuándo alguien le decía la verdad, era uno de
sus poderes sobrenaturales. Distinguía las mentiras, incluso las evasivas, como
quien distingue los colores en pleno día. Esa habilidad, con los caídos, le costaba
más ejercerla, y no digamos con uno de “cuna vieja”; pero algo intuía que no
era transparente con el Alquimista.
Sin embargo, la conversación lo
distrajo de estos pensamientos, que empezaron a írsele de la cabeza como
oscuras nubecillas pasajeras, entretenido de nuevo por la palabra ágil y amena
de Rodrigo, que siguió hablando largo y tendido de la relación entre la
gastronomía y la teología. Los transportaba, con sus anécdotas, de una época a
otra, pintadas con toda luz y detalle, y siempre con algún chascarrillo jugoso
y con un punto de vista sobre la vida y las personas que era único e
instructivo. Un pozo de sabiduría y ocurrencias. Y así transcurrió la sobremesa
sosegadamente, unas horas que se les pasaron volando hasta que, al fin, el
Alquimista dijo que tenía otro compromiso que atender, pagó la cuenta, y se
despidieron efusivamente con la promesa de volver a verse pronto.
De camino a casa, paseando, Morel
con el brazo sobre el hombro de Joanna, le preguntó:
‒¿Y qué? ¿Sigues creyendo que no
le gustas?
Ella lo miró condescendiente.
‒Mi amor, pero qué ingenuo eres.
El que le gusta eres tú.
No supo qué contestar a eso. Hubo
un largo silencio.
‒¿Sabes? Estoy cansadísima ‒dijo
Joanna al fin.
‒Sí, yo también. Creo que me
echaré un rato.
‒Es curioso. No hemos hecho nada,
salvo comer y charlar. Pero la conversación de este hombre es tan intensa que me
deja exhausta ‒dijo, bromeando.
‒Sí, es verdad… ‒contestó Morel,
pensativo.
Cuando llegaron al apartamento,
encontraron un sobre lacrado bajo la puerta. Llevaba el sello de la Autoridad, una
espada bajo un cielo de siete estrellas, y el conjunto rodeado por una corona
de laurel. Joanna lo abrió, con evidente sorpresa. Esas comunicaciones de
carácter oficial eran rarísimas. Leyó la carta en voz alta. Decía que un agente
de la Autoridad, que se encontraba investigando un importante suceso reciente, de
sobra conocido ya por todos los miembros de la comunidad, había aparecido
muerto. En consecuencia, se abría una investigación que tendría prioridad
absoluta, por parte de los Jueces de la ciudad. La Autoridad les confería a
éstos plenos poderes para actuar mientras no se esclarecieran los hechos, pudiendo
suspender los derechos y libertades que consideraran necesarios a tal efecto,
hasta no haber dado con el asesino. Entretanto, no se permitía que nadie abandonara
Madrid. Morel y Joanna se quedaron mirándose, estupefactos.
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¿Se hacen los demonios preguntas acerca de su propia existencia? ¿Les preocupa saber quiénes son, qué son? ¿Están obsesionados por su destino? Cómo no... Y sus textos, o los de aquellos mortales que los han conocido, lo reflejan muy bien.
En los tiempos en que la historia se confunde con las leyendas, los ángeles caídos fueron adorados como dioses y héroes, y a menudo fueron poderosos reyes, grandes sabios o temidos hechiceros. En algunos lugares [...].