De todas formas, no tuvieron mucho más tiempo para discutir su situación. Casi como si un aciago destino quisiera decidir por ellos, sintieron una presencia espiritual que se aproximaba. No se trataba del ser del Abismo; eso lo supieron desde un primer momento, sino de otros caídos. Lunas. Un numeroso grupo, toda una manada, había aparecido al final de la calle en la que se encontraban, los habían divisado, y sin mediar palabra se dirigían corriendo y aullando contra ellos, como verdaderos animales. A medida que se acercaban, pudieron ver cómo –sin ningún temor, puesto que se encontraban en el corazón de su territorio y todos los mortales que había por allí, al verlos aparecer, se habían esfumado rápidamente– se transformaron: sus rostros se alargaron y adquirieron un perfil cánido; especialmente sus mandíbulas inferiores crecieron, dándoles un aspecto feroz, terrible; sus bocas abiertas, al aullar, mostraban hileras de enormes colmillos; y sus manos se crisparon hasta convertirse en garras afiladísimas. Los Luna Negra aprendían desde muy pronto a metamorfosearse de esa forma, distintiva del clan –podían agrandar mucho su osamenta y musculatura, convirtiéndose en bestias terribles–, y gustaban de hacerlo al atacar en grupo.
Se trataba de una
manada de Lunas novatos, que los triplicaban en número. Era evidente por su
edad e impulsividad. Blake dedujo que esos estúpidos, aparte de su juventud, ni
siquiera habrían sido avisados aún, debido a la premura con que se habían
dirigido a la zona. No creía que estuvieran desobedeciendo conscientemente la
voluntad de Hador –siempre y cuando Hador cumpliera su palabra, otra de las
certezas que Blake no tenía–. Su problema era que se enfrentaban a otros
cazadores más temibles que ellos, aunque no lo supieran. Ser el más fuerte en
las calles más miserables tiene ese efecto: uno se cree invencible, hasta que
se topa con alguien mucho más poderoso y preparado. El equipo de Vigilantes,
sin necesitar instrucción alguna, se dispuso en formación defensiva, en forma
de cuña, con Nathan a la cabeza. Uno de los Vigilantes preguntó si debían matar
a los Lunas, a lo que aquél contestó: «intentad herirlos solamente, pero si
veis que las cosas se complican, no dudéis en acabar con ellos». Blake,
desarmado y sabiéndose inútil en una situación como ésa, se colocó detrás de
Nathan.
–Qué buena ocasión para llevar un arma –le dijo con
evidente tono sarcástico.
–No te preocupes, Blake, no eres indispensable. Podremos
fácilmente con ellos. Es pan comido. ¡Sacad vuestras armas! –gritó.
Los Lunas se acercaban muy deprisa, abarcando todo el
ancho de la calle. Vieron sus colmillos y garras, así como el brillo rojo y
enloquecido en sus ojos. Su ataque se basaba en el número y la fuerza, pero
carecía de toda inteligencia. Los Vigilantes aguardaron impasibles para
repelerlos, guardando la formación. Por muchos que fueran los Perros, tendrían
que concentrarse contra la cuña defensiva, al no poder rodearla, de forma que
perderían la ventaja del factor numérico; sería como embestir contra un enorme
filo que los despedazaría.
Cada Vigilante sacó de su bolsillo un cilindro plateado
que, al ser empuñado, se engrosó y alargó –como si de algún tipo de metal líquido
se tratara– hasta adoptar la forma de un filo. Una espada, en la mayor parte de
los casos; un machete o un hacha, en el caso de dos de los Vigilantes. Eran las
armas que utilizaban los Vigilantes del Abismo, y a las que sólo ellos, por lo
general, tenían acceso; no sólo entre los Señores, sino entre todos los caídos
de una ciudad como Hellstown. Se trataba de valiosísimos artefactos arcanos,
construidos por los Fabricantes con una secreta mezcla de tecnología y
conocimientos mágicos y alquímicos. Al ser empuñada el arma, también conocida
como canalizador, enfocaba la energía
espiritual del Vigilante, que se proyectaba en ella, adquiriendo la forma que
quisiera darle éste. Se trataba de una prolongación de su propio espíritu, de
su voluntad. Eran las armas que los Vigilantes usaban contra las criaturas del
Abismo, dado que al no pertenecer al plano material, no podían ser dañadas por
nada que perteneciera a éste. Por eso los Vigilantes nunca llevaban armas de
fuego. Pero las armas espirituales, como éstas, sí podían hacerlo. En cualquier
caso, y aunque ése fuera el uso para el que estaban pensadas, su efecto sobre
la carne –incluso la de otro ángel caído–, era devastador.
Blake, por
su parte, sacó de su bolsillo una pequeña petaca en la que llevaba algo de
whisky y le dio un buen trago antes de que la carga de los Lunas los alcanzara.
«Un trago de valor», se dijo, y se preparó para defenderse a puño desnudo si
alguno de los Lunas atravesaba la línea formada por los suyos.
Los primeros Lunas en llegar hasta la cuña saltaron como
bestias sedientas de sangre sobre los compañeros de Blake y fueron literalmente
partidos en pedazos. Los filos refulgieron y se tiñeron de sangre, que salpicó
asimismo a los Vigilantes, los cuales no retrocedieron ni un paso. Acostumbrados
como estaban los Lunas a sembrar el terror en las calles, no sabían con quién
se enfrentaban en aquella ocasión. Sin embargo, la segunda línea alcanzó a los
Vigilantes: Nathan, en cabeza, recibió un zarpazo en el torso que de todas
formas no revistió gravedad. Otros dos Vigilantes recibieron heridas mayores,
aunque pudieron seguir luchando. Pero el combate, una vez eliminado un tercio
de los Lunas en la primera embestida, se había cerrado, y ahora estaban
trabados en un cuerpo a cuerpo que beneficiaba a los Lunas, superiores en
número y fuerza física. Uno alcanzó a Blake, atravesando la línea, pero éste
pudo detenerlo, aunque momentáneamente, con un brutal puñetazo que le saltó
varios dientes… aunque sólo sirvió para incrementar su ira.
Los restantes Lunas los desbordaron, y se vieron
superados en una proporción de dos a uno. La situación era mala, y Nathan, aún
en cabeza, aunque la formación defensiva se había deshecho, gritó a los demás
que empujaran a los Lunas hacia el callejón que estaba frente a ellos, en la
acera de enfrente, a poco más de cuatro metros. Si conseguían hacerlos
retroceder hasta allí, anularían su ventaja numérica y podrían con ellos. Así
que los Vigilantes hicieron un enorme esfuerzo, utilizando su mejor esgrima,
para obligar a sus contendientes a retroceder. No fue fácil, y en el intento
uno de los Vigilantes fue gravemente herido por un zarpazo en el vientre, y
quedó fuera de combate; otro cayó a manos de un Luna que saltó sobre él y le
mordió el cuello, seccionándole la carótida. Del lado de los Lunas, otros
cuatro fueron abatidos por certeros tajos, con lo que la mitad de ellos habían
muerto ya. Su ventaja se había visto drásticamente reducida.
Blake, pese a que la Piedra le impedía luchar con soltura
y a estar desarmado, demostró su experiencia de décadas en el combate contra
criaturas más poderosas y temibles que unos cuantos Lunas. Su oponente intentó
destriparlo con varios rápidos zarpazos, que él esquivo hábilmente; en uno de
los intentos, le agarró el enorme brazo rematado en garras y se lo tronchó con
un espantoso crujido, desencajándole el codo. El Luna aulló, pero esta vez de
dolor, y Blake pudo asestarle un certero golpe con la palma de la mano en el
cuello, que lo dejó fuera de combate.
Finalmente consiguieron empujar a los Lunas restantes
hasta el callejón, cuya estrechez se volvió contra ellos, al permitir combatir
sólo a dos individuos a la vez. Su mayor tamaño, además, era un obstáculo para
ellos, pues reducía su movilidad. Los Vigilantes formaron un compacto muro de
filos y empezaron a hacerlos retroceder hasta el fondo, un muro sin salida,
donde los acribillarían. Algún intento de sobrepasar ese muro de espadas
terminó con una garra rebanada por la muñeca. Cuando se vieron acorralados de
esa forma, y sin pensar muy bien en lo que hacían –presos del pánico resultante
de verse derrotados y a punto de sucumbir–, los Lunas que quedaban se retiraron
rápidamente hacia el fondo del largo callejón, derribando cubos de basura y
resbalando, algunos, en la suciedad y el barro que había allí. Tal vez tenían
la esperanza de encontrar alguna puerta que diera al interior de los edificios,
o de poder trepar por las paredes del fondo, algo que se les daba muy bien. Los
Vigilantes siguieron avanzando, a paso lento pero firme, como una línea de
infantería con las bayonetas caladas.
En ese momento percibieron por primera vez, como si
saliera de la nada, algo al fondo del callejón, una presencia que no era de
este mundo. Algo muy poderoso. Y se detuvieron en seco.
De repente,
allí al fondo, se empezaron a escuchar estremecedores y agudos chillidos –mucho
peores que los gritos de dolor que los Vigilantes habían sido capaces de
arrancarles– de los Lunas, acompañados de una indescriptible especie de rugido,
por así llamarlo, que asustó a los propios Vigilantes. Nathan, siempre en
cabeza, usó su poder de arrojar luz para iluminar bien el estrecho, oscuro y
atestado callejón. Él y sus compañeros se quedaron helados cuando vieron qué
era eso que había al fondo. Un par de Lunas que aún quedaban con vida, entre
gritos de desesperación, corrieron hacia ellos, como si de repente los
Vigilantes no les dieran miedo alguno, o en todo caso un miedo mucho menor que
aquella cosa que los estaba masacrando. Éstos los dejaron pasar, atónitos. Se quedaron
petrificados ante lo que veían.
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